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Reino sin corona

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Juan David Ochoa
17 de septiembre de 2022 - 05:00 a. m.
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Un ataúd de plomo y mármol; un cortejo ceremonial con el incienso y la atmósfera de los vientos precopernicanos del poder, heredado por los mandatos místicos de la sangre; un canto coral de todos los políticos solemnes para ungir la nueva era del reino que se desvanece lentamente desde los mismos días en que Isabel II sentó su juventud en el trono para intentar sostenerlo desde las tácticas desesperadas de la diplomacia, sin los azotes amenazantes del exterminio y del saqueo con los que todos los límites de ultramar fueron por fin los territorios británicos de su dominio. 35 millones de kilómetros y 460 millones de personas quedaron bajo el poder y la cruz roja sobre el azul de una monarquía que, en los inicios del siglo XX, seguía heredando sus nombres en una estirpe insípida que no pudo recobrar jamás el renombre del periodo isabelino.

La reina más célebre del mundo ha muerto, y los rojos soldados ingleses han levantado sus gorros de piel de oso para rendirle honor al nuevo nombre de una historia que solo puede entenderse ahora desde el símbolo y la pompa de un prestigio financiado, siempre y sin excepción, por los recursos públicos de una economía que viene de tumbo en tumbo hacia la asfixia. Una inflación que sigue desbordándose hasta los mismos límites invadidos del mar y hasta las capas profundas de una sociedad cada vez más distante del romanticismo se ha unido a los efectos del Brexit, esa bomba estallada por Boris Johnson desde las arterias británicas del delirio sin que hasta hoy nadie sepa muy bien qué hacer con un desastre que sigue agigantando la escasez de trabajadores, productos y convenios que hacían parecer estable y funcional una sociedad mimetizada con leyes medievales. Johnson ha salido del poder entre un bochornoso escándalo a la altura de la estridencia inglesa, y lo ha reemplazado Liz Truss en una improvisación política que solo visibiliza la inestabilidad total que ahora ha terminado por redondear la llegada al trono de un hombre inestable y odiado por su repelente insignifancia: ese príncipe eterno y sin gracia que esperó siempre la corona por un destino benigno o fatal, y que debe ahora defender desde el símbolo ( su único trabajo) tal como lo hizo su madre conformando la mancomunidad de las naciones en tiempos donde todo parecía resquebrajarse hasta el colapso estruendoso y definitivo.

Pero los tiempos y los escenarios no parecen tan favorables para el nuevo monarca que se ha estrenado en los brillos del protagonismo con gestos despectivos y pataletas de niño-anciano ante las cámaras siempre activas de la modernidad. Una nueva primera ministra también inexperta, el arrinconamiento financiero de la clase baja y media entre indicadores apocalípticos y una insistencia circense y sin matices por revestir con plomo y mármol a los herederos gratuitos de sangre azul, no es un augurio de tiempos virtuosos para un reino que solo ha sabido camuflar su estropicio.

El ataúd de la reina relentiza su cortejo hacia la sombra de la historia, y quedan aquí, paralizados de miedo y fingiendo honor entre un futuro adverso, los nombres de una corte que saqueó la tierra y ha intentado seguir comunicando el valor de la ceremonia y del buen gusto como su única acción indiscutible sobre la fealdad del mundo.

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