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El candidato que se alza ahora en la disputa presidencial, bajo el aura outsider de la renovación ética y política, intenta argumentar, con todos los giros rocambolescos de la desesperación, una postura equilibrada y sugestiva ante un electorado confundido. El bastión del uribismo agónico y las legiones aún renegadas bajo colores políticos disecados, quedaron atomizados en el aire de un espectro incierto.
Creen, con todas las pulsiones irracionales del miedo, que la fórmula de Francia Márquez y Gustavo Petro representa un abismo y un agravio ante una historia que insisten en conservar, aunque todo esté destruido. Bajo ese prejuicio se han sumado en masa a la plataforma amplia y retórica de Rodolfo Hernández, quien hasta hoy solo ha reiterado su obsesión contra el concepto universal de la corrupción sin propuestas estructurales para destronarla. Su intención básica ante un sistema burocrático con 200 años de simulación republicana solo tiene el sustento de la palabrería furibunda y el temblor de la cólera actuada, porque su paso por la Alcaldía de Bucaramanga no fue precisamente ejemplar entre contratos feriados y licitaciones sospechosas, y sus remedios no fueron exactamente una revelación de coherencia estelar. Sobre su nombre sigue pesando la historia irresuelta de Vitalogic y Emab, la celebración extraña de contratos, la frivolidad para sortear las aclaraciones pedidas en medios, en entrevistas, en comparecencias. Su imagen ilustrada con el nimbo de un indignado por los trucos publicitarios de Ángel Becassino no ha podido ocultar, aunque lo hayan intentado con todos los recursos, el verdadero peligro de sus ideas. Ha dicho, sin temblor, que los feminicidios no existen, y que el término es un invento descabellado para reducir los homicidios a la postura victimizante de un género. Su casta de orgulloso promacho la ha ventilado con orgullo en números escenarios públicos con la soberbia de quien puede decir lo que piensa sin temerle a represalias que puede afrontar con el poder de una chequera intimidante. No ha podido anular la prueba reina que lo deja ver, flagrante, lanzando su admiración al “pensador alemán Adolfo Hitler”, y ha intentado banalizar esa aterradora evidencia xenófoba y racista de su intimidad con la sonrisa jovial que su publicista de cabecera intenta posicionar como su poder más convincente.
Ha repetido, con el mismo orgullo de patriarca severo, su imponencia de maltratador ante sus contradictores, amenazándolos con dispararles y golpeándolos frente a cámaras y testigos. Su impulsividad peligrosa es la que intenta matizar ahora, de frente a la segunda vuelta presidencial, con una pose demasiado tardía para revelarse como un hombre moderado. No lo es. Es violento, impulsivo y peligroso. Un misógino, machista, antiderechos, y un cavernario aún más impredecible que los retardatarios que estuvieron los últimos 20 años reteniendo el tiempo en sus mentes estrechas de intereses pactados con lobbies dogmáticos. Sus arranques dictatoriales los ha dejado suficientemente claros con la propuesta de una conmoción interior para agilizar las leyes que desea es imponer sin consensos, contra un Congreso en el que no tendría partidarios ni respaldos. El Estado tambalearía frágil bajo la ira de un prohombre que sabe que su única carta de acción es la autocracia y el golpe destructor sobre la mesa como la única vía del mando ante un mínimo escenario adverso contra su voluntad.
