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Las semanas recientes han sido turbias para el lenguaje humano de un Gobierno que llegó con las banderas del progresismo y la obligatoriedad ineludible de la coherencia. La crisis ministerial sigue siendo el centro neurálgico de una atmósfera política interior que sigue revelandose tambaleante y turbulenta, y arrastra la memoria fanstasmal de los sucesos conocidos en los tiempos de la alcaldía de Bogotá, cuando el entorno cercano salía de repente con portazos violentos del despacho y la renovación del círculo se hacía con la prontitud de las urgencias. Los ministerios que han continuado sin mayores ruidos siguen teniendo, también, el foco de todas las presiones. José Antonio Ocampo, al frente de la cartera fundamental que contiene equilibrada la credibilidad de los gremios empresariales y la balanza de la furia de los gamonales, continúa con la serenidad frente a la reforma fiscal que será la carta de los enemigos para atacar por donde más resulta estrategfico y efectivo, si la intención es agitar los recelos de los capitales amanezados. Petro parece contener la respiración con su eslabón esotérico que le representa una estabilidad nada despreciable y una confianza que apaga los incendios por el sector más sensible de su programa de Gobierno.
Pero la historia es siempre irónica y el tiempo aparece de repente con el humor sardónico entre hechos inesperados. La dimensión política que cubren los lazos familiares ahora aparece entre los excesos y la figura rocambolesca de Nicolás Petro Burgos, su hijo histrónico que se ha movido muy bien por los desiertos y las atmósferas de caciques de la costa norte, donde ha sabido recibir los réditos de conocidos y los intereses de los politicastros en búsqueda de puestos perseguidos con desesepsperación por los burócratas eternos. Hasta ahora, el escándalo no parece superar la ambición personal de un familiar enloquecido por el deslumbre cercano del poder, y no sucedería mucho tiempo para que los patriarcas momificados por la derrota y el olvido aparecieran para capitalizar el hecho entre sus intereses políticos destronados. Andres Pastrana Aarago ha salido a la luz desde la caverna de su propia deshnora para lanzar hipérboles apocalíticas sobre un país gobernado por narcos, después de estar bajo la sombra de los gobiernos de tradición y de una era en que el narcotráfico campeó por todos los círculos del poder sin que nunca dijera nada tan alarmante y escandaloso como ahora. Un tonto catedralicio que nunca tiene nada que decir salvo para forzar su imagen en el centro de un nuevo ruido para que nadie lo olvide.
Y por supuesto, los políticos horribles de la tradición que creyeron siempre que su historia del privilegio iba a durar otro siglo inamovible, están sonriendo y agigantando el escándalo a la conveniencia de sus huestes, pero el patetismo les llega donde llega la evidencia del hecho. La dimensión política no alcanza todavía a señalar ninguna voluntad directa o dolo desde presidencia, y parece visible que el hecho quedará entre recriminaciones de una fractura familiar por el envilecimiento de la ingenuidad entre los brillos del dinero. Mientras tanto, el silencio en el palacio intenta sortear los giros de una historia que ya empieza a rodear la fragilidad oscura del poder, frente a las tronamentas de una realidad sin las estelas del romanticismo.
