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Todos los políticos, chapuceros sin redención, deben mentir permanentemente para contener los efectos de su incongruencia. Saben que pueden abusar desde la comodidad de un trono casi inderrocable, omitiendo y exagerando a discreción para matizar sus desastres o vitalizar su nulidad. Desconocedores del grueso de conocimientos que deberían tener para la gobernanza o la representación, saben muy bien los beneficios de la retórica para ajustarla a las exigencias de su imagen.
Pocos la han sabido usar con maestría sórdida desde la oscuridad de sus intenciones; lo hizo, como un ilusionista macabro, el elegante y deslenguado Alberto Santofimio, quien aún después de su condena continuaba argumentando con la seguridad de los adjetivos sofísticos su inocencia y su pulcritud. Y desde los tiempos torrenciales de la República lo hizo Laureano Gómez, perfumando sus discursos incendiarios con la voluptuosidad de la reiteración y la agudeza de las abstracciones. Lo hizo también Julio César Turbay, cuando intentaba argumentar la reducción de la corrupción a sus justas proporciones con el escándalo matizado por la ambigüedad de sus palabras. Lo hicieron todos los presidentes líricos de esta nación de poetastros, ajustando el conocimiento mediocre del lenguaje a la práctica del poder para saber mentir, salvo los que llegaron al trono sin conocimientos claros sobre la razón de sus funciones. Andrés Pastrana Arango nunca supo la trascendencia ni el trasfondo de su despacho. Su frivolidad poderosa lo llevaba a hacer de su imagen una caricatura burlesca sin ninguna piedad con su propio orgullo y su estirpe de farsantes poderosos: su lenguaje era tan básico como su cerebro y su corazón para entender, por simple y llana estrategia, la importancia de saber ordenar ciertas ideas y ciertos hechos a su favor para un mínimo efecto en el bastión electoral que lo llevó a ese cargo por los favores del incienso en su apellido.
Parecía que no podía superarse esa vergüenza pública y ajena, hasta que el uribismo inició la herencia de esa tradición ordinaria de entender el mundo desde el reduccionismo más turbio y elemental. Iván Duque lo hace ahora desde la falta absoluta de talento para maquillar su incompetencia y revestir su nulidad con frases pomposas y grandilocuentes: “mi único defecto es el perfeccionismo”, dijo iniciando los primeros días del año en que se va para siempre, con el humo de un desastre social a cuestas, con la moneda devaluada y un proceso de paz semidestruido por sus torpedos continuos y la ausencia total de su atención a los territorios que le exigían presencia de estadista desde que llegó al poder, sin que hubiera nunca entendido la dimensión de sus acciones y omisiones. Podía aceptar sus errores desde la retórica de una honestidad disfrazada o de una falsa modestia, podía aprovechar su gusto desmedido por la palabrería para ajustar la realidad entre el vacío legal de las excusas, pero ha decidido hacer alarde de su máxima perfección para anular toda la oscuridad de su gestión. No solo no hizo lo que su alto cargo le exigía desde una mínima competencia. Su talante tampoco le alcanzó en su poquedad para saber mentir.
