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Los ministros de Educación, Deporte y Cultura han sido relevados, y la polvareda del rumor ha trascendido las razones diplomáticas del Palacio. Aunque los tiempos de los funcionarios suelen ser fugaces en los primeros meses de un Gobierno entrante, las causas del relevo parecían evidentes desde los mismos días previos a sus nombramientos. Quien ha quedado entre el estrépito de la discordia ha sido, por supuesto, Alejandro Gaviria: el flamante ministro de Educación que ya tenía en su aureola la sombra del Ministerio de Salud en la era Santos y la gravidez de sus opiniones confrontadas contra los fundamentos del Gobierno en sus reformas principales. Petro no parecía nada cómodo con los comentarios públicos de su ministro estelar, quien desde un despacho distante contradecía los avances del ministerio de Carolina Corcho y parecía relucir más que el gabinete entero con posturas de choque. Gaviria tenía claro, también, que su tiempo en el cargo tenía la duración asegurada en la fugacidad. Eso le daba el poder de atribuirse libertades entre patentes de corso para pronunciarse sin la presión de la lealtad y sin el peso de la defensa desesperada de su cargo.
La filtración del documento con reparos a la propuesta de la reforma dinamitó la calma, y Gaviria salió entre los despidos también polémicos de Patricia Ariza y María Isabel Urrutia. Los despachos de Cultura y Deporte cargaban progresivamente con malestares internos en los sectores que representaban y no parecían conectar con la fluidez que exigen ministerios tan amplios. Pero entre el ruido, el misterio y las versiones públicas, ha sido justamente la falla estructural de comunicación del Gobierno la que ha quedado en el aire de las evidencias ahora que tres nombres han sido despedidos sin mayores explicaciones y sin acercamientos que alivien la tensión de un gabinete que parece estar bajo la atmósfera de vínculos pasivos-agresivos que siguen escalando en la explosión de los roces, dando la impresión continua de ese viejo rumor que provenía desde el despacho del Palacio de Liévano, cuando la comunicación y el tacto parecían estar totalmente ausentes de las prioridades, y las formas diplomáticas de información parecían relevadas por portazos repentinos o silencios prolongados, hasta que la costumbre reemplazara el misterio por nuevos asesores.
Las formas y la imagen son, desde siempre y aunque parezcan cosméticas, esenciales en la rutina del poder que comunica su gestión ante la niebla espesa y confusa de las interpretaciones. Hasta hoy, las comunicaciones entre los despachos ministeriales y la oficina central no parecen tener el orden de una estructura común, y el ruido sigue saliendo de cada puerta con una versión alterna a la oficial, que aparece siempre tarde y diluida entre fuentes secretas y rumores de pasillo. Curiosamente, Irene Vélez continúa ilesa en su cargo entre todos los roces, y nada parece ahora predecible en el nuevo ciclo del gabinete que enfrentará el peso de las reformas sin que hasta ahora los cambios y sus efectos hayan sido comunicados con la claridad que amerita la desarticulación de una tradición construida entre la raponería y el delirio.
