Henry Kissinger, el mismísimo exconsejero draconiano para la seguridad nacional de los Estados Unidos, el oscuro secretario de Nixon, surreal Premio Nobel de Paz e instigador de los golpes de Estado del Cono Sur, había dicho siete años atrás, cuando la OTAN empezaba a acercarse peligrosamente al Este de Europa, que Ucrania no debía unirse a la organización por los efectos catastróficos que ese movimiento podría causar en el continente. Lo dijo el mismo que conocía las entrañas de los intereses geopolíticos de una potencia superior y quien nunca tuvo pudor frente a las acciones más desafiantes del poder mientras pudieron demostrarlo. Pero allí están, sumidos en el polvo de la destrucción y desorientados ante el impredecible avance de la guerra, los funcionarios, los generales y los políticos que tomaron como gracia común acelerar el proceso de anexión de una región que siempre estuvo al borde del estruendo bajo la imprudencia del otro hemisferio paradigmático y mental que ha insistido en su versión unipolar a través de la influencia.
A Joe Biden no le ha quedado más que escalar el lenguaje bélico ante el recrudecimiento de los acontecimientos absorbentes de un conflicto, y ha tenido que reaccionar torpemente enviando más armas y más pólvora al incendio, ahora que no tiene otra opción ajena al involucramiento progresivo. Pero su posición dramática en la historia y la catástrofe humanitaria de Ucrania pudieron haberse evitado si la OTAN hubiera entendido desde su cúpula militar de altas esferas que la posición neutral de Ucrania era una necesidad para la seguridad mundial. Lo sabían desde los mismos tiempos en que Ángela Merkel, la misma que pudo haber sido ahora el mástil de contención del desastre por sus conocimientos profundos de la cultura rusa desde sus experiencias en la República Democrática Alemana (RDA), sugirió, paradójicamente, que la OTAN debía acelerar sus procesos de anexión con el país en cuestión. Merkel, como Biden, conocían muy bien las dimensiones impredecibles de Putin sobre un poder ultrapoderoso y desbordado. Desde su investidura en 1999, había demostrado su intención patológica de recuperar la imponencia del perdido imperio ruso y los territorios que la URSS dejó de dominar desde el colapso, y sobre todos los rasgos del peligro, así como su paranoia extrema frente a la Organización del Tratado del Atlántico Norte, que se creó finalizada la Segunda Guerra Mundial para detener la influencia soviética en todos los frentes. Por eso resulta absurdo y trágico que la petición incondicional de Putin de declarar el fin de la violencia sea el reconocimiento neutral de Ucrania y que Occidente esté planteándoselo como una opción viable entre la desesperación. Esa era la decisión que debieron tomar muchos años antes de una escalada siniestra que dejaron inflar hasta el cataclismo de 4 millones de refugiados, hasta hoy, sin próximos límites previstos en la urgencia de un drama con efectos colaterales en una economía que se derrumba también junto a las cifras alternas de una globalización, que depende de la serenidad o del nerviosismo de todas las bolsas del mundo. La mesa de negociación en Estambul parece revelar pequeños acuerdos entre la oscuridad, pero el envenenamiento esporádico de delegados, el boicot de radicales y la obsesión matonesca del Kremlin con el arrodillamiento público de Zelenzki no parece un buen augurio para la proximidad del fin de la catástrofe. La OTAN y los gobiernos sancionatorios no parecen tampoco dispuestos a conceder más allá de lo que debieron conceder en tiempos de tensa calma.
No pueden decir entonces que este conflicto en las arterias de Europa sea responsabilidad única y exclusiva de Putin, el criminal que sobresale ante los focos por la obviedad de sus ataques a un país soberano. Occidente ha jugado con todos los fuegos y ha ignorado todas las señales del peligro, salpicando estragos en pantanos históricos sin nervios, sin humanismo y sin prudencia.