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Hace 37 años asesinaron a Guillermo Cano. El hecho ha vuelto a aparecer en los medios a propósito del perdón que pidió el Estado por su responsabilidad y su incapacidad a la hora de defender la vida del periodista más amenazado del país.
El magnicidio de Guillermo Cano fue uno de los más recordados de una serie de asesinatos que perpetró el narcotráfico en Colombia y que nos privó de algunos de los mejores espíritus que a la sazón tenía la nación: Rodrigo Lara Bonilla, Hernando Baquero Borda, Enrique Low Murtra, Luis Carlos Galán… Y en los años posteriores vendrían otros crímenes igual de lamentables: Álvaro Gómez Hurtado, Jaime Garzón...
Esta serie de asesinatos inauguró un proceder que sumiría a Colombia en una guerra desoladora y terrible que conduciría al país a tener una de las tasas más altas de criminalidad del mundo.
No vamos a decir que, los años previos, la política había sido un dechado de virtudes y un ejemplo de resolución pacífica de los conflictos y de trato amable de las diferencias. Allí están las crudelísimas confrontaciones de mediados del siglo XX entre liberales y conservadores y está también la Guerra de los Mil Días, comenzando la centuria… Pero había, quizás, una diferencia con el hábito mafioso que no me parece menor: la guerra, la confrontación bélica entre las partes en cuestión, era la ultima ratio, era el resultado al que se llegaba cuando se agotaban los otros medios de la política, todo lo torpes que se quisieran en su ejecución nacional. La guerra en Colombia había sido, según la definición de Carl Schmitt, la realización extrema de la enemistad. Y ese elemento que caracteriza la confrontación bélica y que, siguiendo a Schmitt, en cierto sentido define lo político, había definido también las maneras de hacer política en Colombia. La guerra y el sicariato eran el último recurso al que se apelaba cuando se habían agotado los medios de trato y de negociación. El asesinato de Rafael Uribe Uribe aparece, tal vez, como una excepción a esta dinámica que regló de modo tácito la política colombiana desde sus inicios.
Y en esto las lógicas políticas del país fueron diametralmente opuestas a la costumbre mafiosa que vino a enseñorearse de Colombia desde los ochentas y que terminaría permeando el ámbito de la política y también de las relaciones entre privados. Para ellos —y desde entonces— la única manera de lidiar con el conflicto era (y continúa siendo) sacar el revólver primero y preguntar después. No solo constituía este proceder una inversión de los medios políticos, sino su anulación total.
Desde entonces se piensa en Colombia que tramitar las diferencias y hacer política consiste en matar al otro, en acallar la diferencia mediante la aniquilación del contrario. Y a esa unanimidad y a ese silencio propios del terror lo consideran el único camino posible. Esa lógica siniestra que no permite que dialoguemos con el vecino, que, en ciertos círculos, ha hecho sospechosa toda negociación, pues a su juicio lo conveniente y lo correcto es sacar el machete primero y negociar después, esa lógica siniestra que ha hecho tanto daño a este país y que inauguró una época de bombas y de terror se la debemos a los carteles de la droga que aparecieron en Colombia hacia 1980. Comprender que esta lógica traqueta no permite convivir en sociedad es un primer paso hacia el entendimiento y es el camino para comenzar a regenerar el deterioradísimo entramado social colombiano.
