Un verso de la Orestíada de Esquilo sirve de título a la obra: El olor a sangre humana no se me quita de los ojos. En verdad es un verso que atribuye Bacon a Esquilo y que en varias ocasiones repite a su entrevistador. Quizás el pasaje más parecido y al que probablemente alude la memoria de Bacon sea a un verso de Las Euménides: «El olor a sangre humana me sonríe».
El libro es una conversación entre Franck Maubert, novelista y crítico de arte francés, y Francis Bacon, uno de los grandes maestros de la pintura en el siglo XX. La charla arroja luz sobre una de las obras más inquietantes de nuestro tiempo. Un testimonio descarnado y brutal: «Mi vida es un auténtico desastre. Nunca he conseguido lo que quería», confiesa tras haber dicho que en algún momento había pensado contar toda su vida a través de la pintura, pero que había abandonado la idea.
Muy al comienzo deja claro Francis Bacon que su obra no es una mera deformación de la figura: «Yo no deformo por el placer de deformar», sostiene; sus personajes «no están sometidos a tortura. Pruebo, intento transmitir una realidad de la imagen en su fase más desgarradora». Ese intento, sin embargo, lo hace con una precisión inobjetable, con el rigor del cirujano y con una limpidez pictórica que asusta a la vez que asombra. Bacon lo describe como un procedimiento clínico; «clinical» es la palabra que usa, y hace esfuerzos ingentes por explicarnos la categoría: «En inglés se dice ‘clinical’, de modo que cuando empleo la palabra ‘clínico’ quiero decir el realismo más total. Como hoy día es imposible de definir, es imposible hablar de él. […] Una especie de realismo, pero no tiene por qué ser frío. Ser ‘clínico’ no es ser frío, es una actitud, es como cercenar alguna cosa. Pero es verdad que todo eso está relacionado con la frialdad y la distancia. A priori, no hay sentimientos. Pero, paradójicamente, puede provocar un enorme sentimiento. ‘Clínico’ es estar lo más cerca posible del realismo, en lo más profundo de uno. Algo exacto y tajante. El realismo es algo que te turba…».
Habla con sinceridad de su vida y de sus influencias, de sus pintores más amados: Velásquez, Degas, Cézanne, Picasso y Van Gogh, aunque queda la sensación, tras la lectura del libro, de que dejan sin glosar temas esenciales que hubiesen ayudado a una mejor comprensión de la obra de Bacon en general y del fenómeno artístico en particular. La tarea, en cualquier caso, resultaba un tanto improbable, pues el propio Bacon se muestra reacio a hablar de la pintura: «Cuando se habla de pintura, ¿qué podemos decir? […] La pintura es una lengua en sí misma, es un idioma aparte. Nadie es capaz de hablar de ella. ¿Y para qué hablar de ella? Mirémosla».
Y a ese lenguaje dedicó Francis Bacon sus mejores esfuerzos y la mayor parte de su vida. Siempre con la conciencia de que, por alguna razón, había que continuar: «Seguimos nuestro camino. Eso es; eso es lo que me empuja a seguir adelante. Sabemos que eso no es posible. Sabemos que la vida no va a continuar, pero lo aceptamos, no tenemos otro remedio que aceptarlo. Y eso te ayuda, incluso, a vivir».
Pintar, nos dice Francis Bacon, es caminar en la búsqueda de la verdad. De Van Gogh dice que sí tocó la verdad de cerca. Resulta evidente que no se puede pensar un mejor elogio. Valga decir que también Bacon, con la creación de su universo pictórico y con el empeño por seguir su propio camino, la tocó de cerca. Y quizás no haya otra senda para transitar el camino del arte que la que marca la búsqueda honesta e incansable de la verdad.
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