Quizás nunca somos muy conscientes de la manera en la que nuestras acciones y nuestras omisiones cambian el decurso de la historia. Cada acto y cada omisión configuran, de una vez y para siempre, el destino común de la humanidad. Por eso sostenía Merleau-Ponty que ningún acto estaba desprovisto de sentido: «No hay una palabra ni un gesto humanos, siquiera habituales o distraídos, que no tengan una significación. Creyendo haberme callado a causa del cansancio, creyendo tal ministro haber dicho solamente una frase de circunstancia, resulta que mi silencio o su palabra toman un sentido, puesto que mi cansancio o el recurso a una fórmula hecha en modo alguno son fortuitos: expresan cierto desinterés y, por ende, también cierta toma de posición frente a la situación [...]. Por estar en el mundo estamos condenados al sentido; y nada podemos hacer, nada podemos decir que no tome un nombre en la historia».
Ocurre, sin embargo, que es difícil constatar el resultado de las acciones, conocer el decurso que ellas desencadenan. Toda elección (por omisión o por acción) abre un camino inédito y pletórico de posibilidades. Y no es posible que sea de otro modo: «El hecho de haber sido es inalienable. Nadie nos puede privar de ello, ni puede refutarlo, nadie puede rehusárselo a otra persona: me pueden materialmente sustraer el ser, pero no pueden nihilizar el haber sido. […] Desde el momento en el que alguien nace, ha vivido, permanecerá siempre algo, incluso si no puede decirse qué; no podremos en lo sucesivo hacer como si este alguien fuera inexistente en general o jamás hubiese estado. Por los siglos de los siglos será preciso tener en cuenta este ‘haber-sido’. […] Aquel que ha sido no puede en adelante no haber sido: en adelante este hecho misterioso y profundamente obscuro de haber vivido es su viático para la eternidad», enseñó Vladimir Jankélévitch.
Viene, tal vez, el arte en nuestra ayuda para hacer patente el resultado de toda acción: allí donde había una tela o una hoja en blanco hay ahora un paisaje o una historia, por causa de la voluntad del artista. Decisión, pues, que, objetivada ahora en un soporte material, se ve inmortalizada; yace ahí, cristalizada, la decisión de una persona.
En su ensayo sobre El mal, cuyo subtítulo inquietante es O el drama de la libertad, propone Rüdiger Safranski que el marqués de Sade buscó un tipo de escritura que fuese ella misma un acto de maldad: «Las fuerzas de seducción y destrucción habían de congregarse en el texto, y todo el que entrara en contacto con él tenía que contagiarse, al igual que nos infectamos con una enfermedad. La literatura había de convertirse en una fuerza de penetración en el lector».
Lo explica el propio Sade en Juliette: «Quisiera encontrar un delito que actuara incesantemente, incluso con independencia de mí, de modo que no hubiera ningún instante de mi vida, ni siquiera durante el sueño, en el que yo dejara de ser causa de un desorden, de un desorden de tal magnitud que condujera a la perdición general, a una descomposición tan clara, que su efecto se hiciera sentir incluso más allá de mi vida».
Y así obran las consecuencias de todo acto; lo mismo para el bien que para el mal.