Terminó con éxito la Feria del Libro de Bogotá. Más de medio millón de personas visitaron la feria y las ventas fueron superiores a las de la última edición presencial (la del año 2019). Bastante bien considerando que el país está saliendo de la pandemia y que la actual tasa de desempleo es muy alta.
Quienes solemos visitar la Feria echamos de menos, en esta edición que terminó, el stand del Instituto Caro y Cuervo y el de la Casa de Poesía Silva. Y sorprendió, en esta misma edición, o al menos me sorprendió a mí, y mucho, la presencia en la feria de una venta de fotocopiadoras. La Feria del Libro de Bogotá, que ha sido un espacio importante para la venta y difusión del libro y para la promoción de la lectura en jóvenes y no tan jóvenes, tuvo la presencia de una venta de fotocopiadoras.
A algunos lectores puede parecerles baladí, pero a mí me resulta escandaloso. Para nadie es un secreto que en Colombia casi todos los estudios universitarios –y no sé por qué digo casi– se hacen a punta de fotocopias. Aun en las mejores universidades del país, tanto en las públicas como en las privadas, es común que los profesores, al iniciar su curso, dejen un paquete de fotocopias con las lecturas de todo el semestre. Práctica que por supuesto va en detrimento de la industria editorial y hasta en detrimento de la propia formación del estudiante. Llámenme romántico, si quieren, pero no se aprende igual en una fotocopia que en un libro.
Dejar las fotocopias de un libro debería tan sólo permitirse cuando se está trabajando una bibliografía especializada de difícil consecución. He sido profesor universitario desde hace casi veinte años y nunca he dejado fotocopias de los libros que los estudiantes deben leer. Doy un programa con las lecturas del curso para que cada estudiante vaya a la biblioteca o la librería y consiga la bibliografía que va a trabajar. Esa práctica, claro, fomenta la visita a bibliotecas y librerías –hay estudiantes universitarios que se gradúan, y sé que no exagero, sin haber visitado nunca una librería– y crea una cultura del libro, muy distinta a la cultura de las fotocopias; una cultura más rica en sus expresiones, más sugestiva en su proceso, más feliz en sus resultados… Sólo me he visto forzado a hacer una excepción a esta ley mía de nunca dejar fotocopias, y fue porque el libro en cuestión no estaba en las librerías del país ni en el catálogo de la biblioteca de la universidad en la que trabajaba ni en otras bibliotecas universitarias ni en las bibliotecas públicas de la ciudad, incluida la Luis Ángel Arango (la biblioteca pública más grande de Colombia): se trataba de un libro del fenomenólogo húngaro Aurel Kolnai (Kolnai era judío, pero nació en Hungría y escribió buena parte de su obra en húngaro). Me vi forzado, entonces, a escanear un capítulo de su ensayo Asco, soberbia, odio para el seminario de filosofía política que entonces dictaba.
En ciertos países, más civilizados que el nuestro, no sólo no existe la maña de dejar las fotocopias de la bibliografía que se va a trabajar, sino que está tipificado como un delito fotocopiar un libro completo. En España, por ejemplo, no puede fotocopiarse más del veinte por ciento del contenido de un libro. Medida que pretende proteger a la industria editorial y fomentar la lectura (y la compra de libros). Esto, desde luego, amplía el mercado y hace que el precio de los libros baje. En estos países, por lo tanto, no dejan los profesores un paquete de fotocopias, sino una bibliografía para que el estudiante procure sus textos. Pero decía que eso ocurre en países más civilizados, y por eso lo son.