Atalaya

El vicio de demoler

Juan David Zuloaga D.
06 de octubre de 2022 - 05:00 a. m.

Destruir es muy fácil. Basta con descargar fuerza bruta, sin consideración y sin medida, para arruinar un bien o a una persona. Incluso basta con dejarlos a la incuria del tiempo, que con su correr lento e imperceptible va consumiendo el alma de todo.

Construir y conservar, en cambio, es más difícil. Podría decirse que hay o que comienza a haber una civilización cuando un pueblo pretende guardar la memoria de sus antepasados. Eso se logra a través de la conmemoración de los sucesos y hazañas de quienes los precedieron y mediante la preservación de las edificaciones que ellos dejaron. Pero sobre todo con el acto de sepultar los muertos en un lugar que por ello mismo se sacraliza. En ese momento comienza a haber civilización: cuando unas personas deciden asentarse y erigir un cementerio para velar la memoria de sus ancestros. Antes de eso sólo hay hordas humanas que van y vienen, como un barco que viaja derrelicto.

Puede verse un índice de civilización –de su grado y de su profundidad– en el cuidado de la memoria. En Colombia sabemos que importa poco. Y no digamos que esa incuria es costumbre nacional, pero digamos que llega a vicio.

En 1939, durante el gobierno de Eduardo Santos, se demolió el bellísimo monasterio de Santo Domingo ubicado en el centro de Bogotá para emplazar allí el edificio Murillo Toro. Era un monasterio cuya construcción tomó más de cien años y que llevaba más de tres siglos en pie. Era una joya del centro histórico de la capital. A pocas cuadras, en el Parque Santander, se demolió en el año 1951 el emblemático Hotel Granada para construir el edificio del Banco de la República. Se impusieron entonces dos construcciones de arquitectura modernista y de una escala discordante con su entorno donde había dos monumentos que se hubiesen debido preservar.

No hace mucho, cuando la alcaldía de Enrique Peñalosa desalojó el sector del Cartucho, ubicado en las proximidades del palacio presidencial, se arrasó con todo, incluidas casas republicanas del antiguo barrio de Santa Inés. Alguna se hubiera podido preservar como centro cultural. Pero era más fácil destruirlas. Hace unos días anunció la Alcaldía de Claudia López que el edificio en el que delinquía y extorsionaba la banda Los Maracuchos, en la Avenida Caracas con calle 24, sería demolido. Uno de esos edificios de vieja data del centro de Bogotá que tenían encanto y que tenían también muchos valores arquitectónicos. Bien hubiera valido la pena restaurarlo y conservarlo. Hubiera podido salvarse, pero era más fácil destruirlo.

Inquieta esta incultura de la demolición sin medida, tan parecida en sus métodos y en sus fines a la lógica de los regímenes totalitarios que se valían de todas las técnicas de aniquilación cuando las estelas del pasado se interponían en la maqueta de sus ciudades sin alma.

@D_Zuloaga, atalaya.espectador@gmail.com

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