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La adaptación cinematográfica de obras literarias

Juan David Zuloaga D.

05 de junio de 2025 - 12:00 a. m.

Veía hace poco la adaptación cinematográfica de Los renglones torcidos de Dios de Torcuato Luca de Tena. Como suele ocurrir cada vez que se ve la adaptación al cine de un libro querido, se cuestiona uno si estuvo el trabajo a la altura del original.

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La respuesta suele ser negativa, pero me parece que la pregunta no siempre resulta legítima, pues suele pedírsele a la película placeres que sólo nos reserva la intimidad de la lectura. Esa cercanía con los personajes y con las escenas, esa capacidad de imaginar los personajes y las situaciones del libro a voluntad se ve constreñida y cercenada por la mirada del director y de su equipo de producción. Y al mundo vasto y en cierto sentido infinito de la imaginación el equipo audiovisual responde con su mirada personal y propia del libro, que siempre es distinta de la mirada del lector. De allí suelen provenir, las más de las veces, la desilusión que embarga al espectador.

Y si el espectador juzga con cierta dureza las licencias y las decisiones del equipo audiovisual —en términos de la adaptación del guion, de la escogencia de los actores, de los escenarios, del vestuario—, más dura aún suele ser la mirada del escritor, es decir, del autor del libro. Todavía recuerdo la respuesta que, en un coloquio sobre cine en cierto programa televisivo, Antonio Gala le dio al entrevistador cuando se le preguntó por la opinión que le merecía la adaptación que de su libro Pasión turca había hecho Vicente Aranda, director del film. La respuesta no dejaba lugar a dudas ni a interpretaciones: —No entendió nada.

Es verdad que no es posible satisfacer todas las miradas y todas las pretensiones del público, siempre heterogéneo y vasto. Pero no es menos cierto que muchas veces tiene razón Antonio Gala. Y falla la adaptación no por las licencias del director (o de su equipo de vestuario, de elenco, de locaciones…), sino porque simple y llanamente no entendieron un carajo. Incluso basta un gesto —en los diálogos, en el rodaje, en el guion— para dañar una adaptación de un libro; o para dañar la película entera…

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Una de las mayores virtudes de ese libro admirable en tantos sentidos que es Los renglones torcidos de Dios es la ambivalencia del autor a la hora de pronunciarse sobre la locura o la cordura de Alice Gould, personaje principal de la obra. Esa ambivalencia, manejada de manera magistral en el libro, a tal punto que de entre las sociedades de admiradores de la obra hay luchas enconadas porque existe el bando de los defensores de la cordura de Gould y facciones que le endilgan y achacan locura a mujer tan inteligente y sagaz, esa ambigüedad, decía, hace que el lector deba volver al libro una y varias veces para desentrañar el misterio y para analizar, una vez más, la salud mental de la protagonista. Pues bien, ocurre que Oriol Paulo, director de la adaptación, tomó partido y, haciéndolo, dañó todo el esfuerzo y todos los logros que en otros puntos tiene el trabajo cinematográfico realizado. En esa última escena en que el actor le reprocha su proceder a Gould, hubiera bastado no con omitir esa escena o con modificar el parlamento, sino con no mostrar o con desenfocar el rostro de quien hacía el reproche. Con ese solo gesto hubiese mantenido la ambigüedad y la pregunta abierta que lanza el autor al lector del libro. Pero el director quiso tomar partido por la locura de Gould, tildándonos a los del bando hermenéutico (y hasta exegético) contrario de locos. Y en eso pecó de estulto.

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@D_Zuloaga

juandavidzuloaga@yahoo.com

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