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En la calle de los Grands-Augustins vive el pintor Frenhofer. Alejado del mundo, recluido en su estudio, el pintor trabaja sin descanso en la realización de su obra maestra. Es la trama del relato de Balzac que lleva por título La obra maestra desconocida. Omito el desenlace para no adelantarlo a quien aún no ha leído este cuento magistral. Basta decir que el relato gira en torno a la tensión que genera al artista —a todo artista— la brecha que surge siempre entre la obra imaginada y la obra realizada, entre la obra anhelada y la obra conseguida.
Se trata de la vieja querella de tantos artistas frente al arte: la imposibilidad de retratar con realismo absoluto el mundo; la dificultad de hacer real lo que se retrata en la tela, lo que se cuenta en la narración. La imposibilidad de dar vida a lo que existe en la imaginación del artista. He allí todo el problema de la creación. Parte de allí también el debate de si deben las artes imitar la naturaleza, crearla, recrearla o transformarla. Concluye Balzac en boca de Frenhofer: «¡La misión del arte no es copiar la naturaleza, sino expresarla!».
Esa brecha entre la obra soñada y la obra realizada alimenta los afanes, los desvelos, los esfuerzos todos del artista. Si tales afanes, si tal búsqueda incesante y extenuante de la perfección conduce a Frenhofer a la locura es cuestión que sabrá quien lea el libro de Balzac, y no esta columna. En cualquier caso, esta fisura entre la imaginación y la obra culminada opera en el artista como lo hace el deseo en el común de los mortales: como añagaza y como motivo para seguir viviendo.
El problema radica en que el artista sabe que la obra no está terminada, todo lo lograda que se quiera tal obra a los ojos del espectador o del lector. Va transitando así el artista ese camino de fatigas y de desvelos que, durante las noches solitarias del invierno desolador y crudo de su alma, lo conduce de manera inexorable a la extenuación o a la muerte.
Juan David Zuloaga
