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Señalaba en una columna anterior (El pueblo siempre tiene la culpa) que, contrario a lo que suele creerse y a lo que sostuvieron los estudiosos tempranos del nacionalsocialismo, la mayoría de integrantes del Partido Nazi provino de la Alemania educada, de las élites de la población. Caso paradigmático, como lo muestra Matthew Lange en su estudio sobre los genocidios titulado Matar al otro, es el del gremio de los médicos. Señala que «muy pocos grupos rivalizaron con ellos en su apoyo activo a los nazis: el 45 % de los médicos se afiliaron al partido nazi, el 31 % perteneció a la Liga de Médicos Nacionalsocialistas Alemanes, el 26 % se unió a las SA (Sturmabteilung) y el 7 % a las SS (Schutzstaffel). El último dato estadístico podría parecer reducido; sin embargo, los escuadrones de las SS fueron relativamente pequeños y casi la mitad de sus miembros con educación universitaria estudiaron medicina», aunque el autor deja sin explicar el porqué.
En un apunte más bien incidental de ese mismo libro, estudiando los casos de Alemania y de Canadá, señala Lange el papel fundamental de las élites para frenar la violencia. Su libro está dedicado al estudio de la violencia étnica, pero nada nos impide extrapolar su afirmación a la violencia política. «El riesgo de violencia étnica disminuye cuando los agravios hacia las personas en todos los ámbitos de su vida se reducen, pero los casos revelan la particular importancia de las élites en este sentido», sostiene el autor. La aseveración de Lange es una denuncia a la vez que una invitación. También nos hace cavilar el hecho de que esas élites, que siempre están llamadas a moldear y a liderar el destino de toda Nación, hayan terminado enroladas en un partido político cuyas armas y cuyas banderas eran la mentira, el discurso pseudocientífico, la propaganda falaz para el engaño de las masas y la burda exageración.
Voltea uno a mirar entonces el patio de la casa y encuentra, desconcertado, más de lo mismo. Recuerda uno el papel de las élites políticas y de los líderes religiosos en la exacerbación de la violencia en tiempos del 9 de abril y en los episodios de los años veintes que anunciaban las violencias por venir; recuerda su política panfletaria y sus discursos incendiarios, monseñores incluidos; la manera atroz en que se acusaban y desafiaban liberales y conservadores para que los ciudadanos se mataran unos a otros; la instigación al odio que casi conduce al país a una guerra civil. Recuerda uno, desmoralizado, los ánimos atrabiliarios de esas mismas élites en gobiernos más recientes que se apodaron de la seguridad democrática; los discursos infamantes que colman los corazones de desaliento y de desesperanza; la estigmatización y las arengas recurrentes para escindir la Nación...
Y recuerda uno también, desconsolado, un gobierno que se autoproclamó del cambio y que con su quehacer y con su no hacer nos enseñó, o al menos nos recordó, que en ocasiones pueden más el odio y la animadversión que el cambio y el amor.
