El papel principal del Estado, su razón de ser y el motivo por el cual aparece, es el de preservar la vida de los individuos. Es decir, refrenar la violencia que pueda surgir entre las personas y dirimir los conflictos que suscitan las relaciones sociales. Por ello, para que el Estado sea viable y logre erigirse como autoridad suprema, ceden los ciudadanos la potestad de dirimir las causas o de vengar los conflictos por propia mano. Aparece como consecuencia lógica, entonces, el monopolio de la violencia por parte del Estado.
Por ello no puede pensarse mayor aberración en todo este andamiaje jurídico y conceptual, mayor desviación de la labor y de la misión del Estado que el ver al propio Estado usando sus fuerzas no ya para defender a los ciudadanos, sino para violentarlos y para reprimirlos.
La cuestión, sin embargo, es sutil porque ocurre que, para preservar la vida de los individuos, para regular de manera sana pero eficiente las relaciones entre las personas, el Estado debe educar y en ocasiones debe también corregir, castigar y reprimir los instintos y las perversiones de los ciudadanos, todo con el fin de que la vida en sociedad sea posible. Estas labores, que pueden parecer duras, quedan, pues, justificadas. Lo que no está justificado —y esta es la línea que nunca se debe sobrepasar— es que el Estado, o sus representantes, que para el caso son uno, se valgan de la potestad de educar y de castigar para herir y para matar sin que medie una acción que se considere punible.
El asunto es delicadísimo, por él mismo tanto como por las consecuencias que de él se desprenden. Matthew Lange, en su estudio sobre la violencia étnica (Matar al otro), muestra cómo una violencia desmedida del Estado genera o puede generar una respuesta desbordada. Se acuerda uno entonces del viejo reclamo de Tirofijo, fundador de la guerrilla de las FARC, quien, en medio de las negociaciones y en sus escasas apariciones públicas, siempre sostuvo que de no haber sido bombardeados unos campesinos que se habían congregado en Marquetalia con tres pollos y cuatro marranos quizás nunca hubiera aparecido tal guerrilla en el territorio nacional.
La labor del Estado, entonces, es la de encontrar medidas correctivas o aun coercitivas para contener la violencia sin que tales medidas provoquen una respuesta violenta. Se trata de construir un régimen amparado por la legitimidad y respetuoso de los derechos, pues los movimientos sociales que recurren a la violencia para poner en entredicho un gobierno respetuoso de los ciudadanos y que se ciñe por los dictámenes de la ley pierden de inmediato apoyo y justificación. Caso distinto es cuando el régimen, violando todos los fundamentos de la legalidad, conculca los derechos de los ciudadanos y atenta contra su propio pueblo, como lo estamos viendo en estos días en Venezuela… Obrando de este modo, ejerce el Estado una violencia ilegítima y empuja a la sociedad al caos de las violencias privadas (incluida la del Estado que se convierte en una facción más en pugna) llevando el país a los límites de la guerra civil. Decía que el papel del Estado es refrenar la violencia, pero a veces la instiga.