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Pareciera que hay una violencia enquistada en el ser humano. Eso quisiera mostrar, tristemente, la lucha constante de todos contra todos en cualquier sociedad, ninguna exenta de prisiones y de ataques al prójimo.
¿Toda civilización proviene de una violencia originaria? Tal parece ser la tesis de William Golding. En su novela Los herederos muestra con crudeza que la génesis de la humanidad –el triunfo del homo sapiens– se debe al exterminio, a la brutal aniquilación de sus antagonistas, los neandertales. Viene a la memoria la imagen que propone Stanley Kubrick cuando en la trama de la película 2001: Odisea en el espacio un primate utiliza un hueso, herramienta primera de la humanidad, no para construir un mundo con los otros, sino para desterrar al adversario. No es una herramienta, es un arma.
Es cierto que hallazgos arqueológicos recientes muestran la coexistencia de ambas comunidades e incluso una posible influencia y mezclas biológicas y culturales.
Nunca ha estado, sin embargo, la ya larga historia de la humanidad exenta de ruindades y de infamias. Su edificación ha sido un decurso triste de milenios lleno de estragos y de dolor. Lamento análogo al de Golding encontramos en las tesis de la filosofía de la historia de Walter Benjamin en donde, aludiendo a una pintura de Paul Klee, el Angelus Novus, señala que el ángel, con ojos aterrorizados («desmesuradamente abiertos» dice Benjamin), extendidas las alas y abierta la boca, como en un grito de horror, parece alejarse de algo; el ángel ha vuelto su rostro hacia el pasado: «Este debe de ser el aspecto del ángel de la historia», sostiene. En esa sucesión de hechos que nosotros llamamos historia, el ángel ve una seguidilla ininterrumpida de catástrofes, que se amontonan sin cesar ruina sobre ruina. Los escombros –sostiene el de la Escuela de Fráncfort– «crecen ante él hasta el cielo». El ángel mira con horror la estela de destrucción y de barbarie que queda a su paso. «A este huracán lo denominamos progreso», concluye Benjamin su novena tesis.
Un retrato cruel que postula la triste hipótesis –¿hipótesis?– de la existencia de una violencia originaria sobre la cual se construyó toda cultura, sobre la cual se edificó la humanidad; como si cada paso que diera el hombre, como si cada peldaño en la escala de la civilización, como si cada conquista –y huelga señalar la acepción bélica de la palabra– se cimentara sobre la aniquilación y sobre el dolor del otro o, al menos, de otro. Como si se tratara de un bárbaro palimpsesto cuyas reescrituras se hicieran a costa de acallar otras voces y otros saberes, y otros ánimos y otras almas.
Y todo ello me parece muy inquietante.
atalaya.espectador@gmail.com, @D_Zuloaga
