Todos los placeres se viven en primera persona. Y el de la lectura no es la excepción.
Puede el hedonista intentar explicar el goce que le produce un placer, puede intentar narrar la experiencia vivida con todos los detalles y con todos los colores y con todos los matices y, sin embargo, nunca podrá transmitir la alegría que procura el placer sentido y vivido. Dicho en una palabra: no se puede explicar un orgasmo.
Siempre me ha llamado la atención y siempre me ha parecido preocupante la cifra paupérrima de los niveles de lectura que tiene el país. La cifra se suele mover en un rango estrecho: entre 1,8 y 2,1 libros al año.
Quien lee buena literatura habita muchas vidas y muchos mundos, quien lee buenos libros se educa en la sensibilidad y en la empatía. Quien lee buenos ensayos amplía su universo argumentativo y su horizonte de comprensión. Quien lee muchos libros vive muchas vidas, quien mucho estudia mucho aprende; no por obligación, sino por placer y hasta por necesidad.
En Colombia un bachiller promedio cursa tres años de preescolar, cinco de primaria y seis de bachillerato. Los universitarios, lo mismo más los cuatro o cinco de su formación profesional. Entre catorce y diecinueve años (a veces más) según el caso. Pese a los años transcurridos estudiando se topa uno con bachilleres y con universitarios que, al final del proceso, no leen libros. Como si al rozar la tercera parte de su vida hubiesen aprendido todo lo que tenían para aprender y como si hubiesen leído todo lo que se debería leer.
Pululan universitarios que aprendieron muchas habilidades, pero que, al cabo de casi veinte años de escolarización, no aprendieron a amar la lectura. De modo que a sus veinticinco años (o menos) pierden toda la pasión por el saber. Ni siquiera la pierden: no llegaron a cultivarla. Si, tras tantos años empeñados en escolarizar a todas las personas, los bachilleres o los universitarios no se gradúan habiendo adquirido al menos el hábito de la lectura parece que en algún punto está fallando el proceso de escolarización. Es grave, además, no sólo porque se pierden horizontes de comprensión, porque se escapan aristas y colores en la experiencia vivida, sino también porque un país podría enriquecerse con la discusión sana y respetuosa de las ideas.
Es triste porque, en suma, se pierden las nuevas generaciones el placer que siempre procura la lectura. Pero, claro, eso no se puede explicar.
atalaya.espectador@gmail.com, @D_Zuloaga