Lo deja claro el autor en el libro: los hechos insignificantes no existen.
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Existen, sí, unos acontecimientos, todos concatenados y a su modo necesarios, que desencadenan un resultado. A lo largo de casi seiscientas páginas va el autor narrando los hechos de una vida, la de Sebastián Sarmiento. Y en esos sucesos se aprecia con claridad la manera en que cada acto, cada decisión (y cada omisión) van labrando un destino, el de toda vida, el de cada alma.
No hay hechos insignificantes, ni gestos despreciables, ni actos deleznables. No hay tampoco hechos casuales, me atrevo a añadir. Todo en la vida está cargado de responsabilidad y de sentido. Cada decisión por tomar supone una renuncia, cada decisión tomada, sin embargo, abre nuevos cursos de acción, henchidos de promesa y de oportunidad.
Y ese es el vivir. Pero ocurre que eso, como lo muestra con claridad la vida a quien esté bien dispuesto para contemplarla, lo olvidamos a menudo. Intentar descifrar los mecanismos de la acción, mostrar sus engranajes sutiles y muchas veces ocultos para el espectador, analizar los entresijos de la voluntad y las consecuencias de cada acto fue una de las tareas que se propuso Juan Carlos Botero en su novela más reciente, Los hechos casuales. Con una prosa cuidada va desplegando ante el lector los acontecimientos de la trama, es decir, los hechos que componen una vida. Y va mostrando también la fatalidad de la decisión tomada, del hecho cumplido. El modo, muchas veces cruel y siniestro, en el que la existencia nos va arrastrando con su vórtice sin que podamos escapar de él.
A esa necesidad a la que nos conduce la elección tomada la llama Juan Carlos Botero “el destino, los dioses, el azar” y parece otorgarles a ellos idéntico estatuto en la construcción de la prosa del mundo. Pero es un modo de decir porque el azar es tan solo el desconocimiento de la causa; los dioses no existen y el destino no es el camino que nos asignan, pues no está trazado con anterioridad. Lo que los hombres llaman destino es el sendero recorrido por cada quien. Nos lo enseñó con belleza un verso memorable de Aurelio Arturo: «Los días, que uno tras otro son la vida».
Hay una glosa sobre los hechos casuales: «esos giros imprevistos del destino, el hecho fútil que acontece en cualquier momento, desencadenando consecuencias irremediables». Pero de ella misma se desprende que la novela no es tanto o no es solo una reflexión sobre la casualidad de los hechos, sino sobre la causalidad de los hechos. Y esa causalidad, ese orden riguroso en su acaecer que a quien lo aprecia de afuera se le antoja una necesidad, no condena la novela (ni el autor) a un pesimismo irredimible, pues sabe que siempre nos queda espacio para la elección. Es, más aún, una novela esperanzada, porque el final de la historia enseña que, pese a las circunstancias adversas y dolorosas que aparecen en el camino, nos queda siempre la capacidad de volver a comenzar.