No cabe duda de que Bogotá se ha venido consolidando como un escenario relevante del grafiti en el mundo. Prueba de ello son los murales inmensos que de unos años para acá han comenzado a germinar por toda la ciudad. Prueba de ello es también el Distrito Grafiti, un barrio de la localidad de Puente Aranda que hoy cuenta con más de 150 murales que ocupan más de 6.000 metros cuadrados de arte.
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Respondiendo a este fenómeno cultural, la Alcaldía de Bogotá ha acompañado distintos procesos de elaboración de arte urbano sin que por eso haya terminado por domesticar las expresiones, siempre varias y en ocasiones desiguales, del grafiti. Quizás el más ambicioso hasta la fecha haya sido el Distrito Grafiti. Un segundo proyecto, tan importante como el anterior (o más), es el que la Alcaldía desarrolló el año pasado y que denominó Museo Abierto de Bogotá. El objetivo del proyecto fue el de intervenir con grafiti las paredes y las zonas bajo los puentes de seis avenidas principales de la ciudad: las carreras 7, 10, 13 y 14, y las calles 26 y 80. Para desarrollar este proyecto, la Alcaldía destinó una partida de más de veinte mil millones de pesos. Con ello se pretendían transformar más de 57.000 metros cuadrados del espacio público de la capital, además de fomentar la actividad de muchos artistas urbanos colombianos y extranjeros.
Es de celebrar que se haya comenzado a comprender el papel transformador que tiene el arte en un país (y en las comunidades que lo componen) y que se destinen montos decentes para la realización de proyectos culturales. Cabe preguntarse, sin embargo, por el impacto que tuvo dicha inversión y cabe también evaluar el resultado de las obras. La ejecución de muchas de las obras deja mucho que desear y muestra que todavía estamos lejos de los estándares más altos del grafiti mundial (piense el lector en Berlín, en Ámsterdam, en Nueva York). En consecuencia, el efecto transformador estuvo lejos, quizás, de lo deseado. Cuando se pasa por esas avenidas no tiene el transeúnte la sensación de estar atravesando por corredores de arte trabajados esmeradamente por los mejores artistas urbanos. Tiene la sensación, más bien, de caminar junto a unas paredes que intervinieron de manera azarosa personas que hacen grafitis en los muros. Huelga decir que para lograr eso no se necesitaba el concurso de la Alcaldía ni el gasto altísimo que se destinó a dicho proyecto.
Se pregunta uno, entonces, si no hubiesen podido invertir esos recursos de una manera más sensata, mediante la creación, por ejemplo, de una biblioteca inmensa, llena de miles de volúmenes, con sus paredes pintadas por los mejores grafiteros del país o del mundo, en un barrio popular. O, si de tener impacto en el espacio público se trataba, no hubiese sido mejor invertir esos dineros en, pongamos por caso, la adquisición de unas cuantas esculturas de Fernando Botero para ubicarlas a lo largo de la Avenida 26. Una de las calles principales de la ciudad y vía de acceso de buena parte del turismo nacional e internacional que recibe la capital.
Con esos veinte mil millones se hubiese podido crear el mural más grande del mundo, incluso un grafiti pintado por los mejores artistas de todas las latitudes. Y si se hubiera hecho con tino, la iniciativa hubiese sido noticia en todos los medios del mundo, y un mural hermoso y admirable exornaría hoy las calles, a veces tristes y grises, de la ciudad.