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La semana pasada murió José Alberto Martínez Rodríguez, más conocido en el mundo del periodismo como Betto. A mi juicio, el mejor caricaturista que tenía el país.
Durante veinte años publicó sus caricaturas en El Espectador, desde donde, con su pluma afilada y su ingenio agudo, glosaba la situación nacional. En la Universidad Javeriana formó a toda una generación de caricaturistas en su asignatura de humor gráfico. Su trabajo como caricaturista le valió trece premios de periodismo. Además de profesor universitario y caricaturista de este diario fue lector, bailarín, recreacionista, bongosero, armonicista, instructor de natación, titiritero y mago.
Cansado de manchar toda su ropa con la tinta con la que dibujaba sus caricaturas, vestía de un negro riguroso que contrastaba muy vivamente con su espíritu jovial y su semblante alegre. Una boina siempre bien calzada y unas gafas que le ayudaban a ver con precisión el mundo completaban su traza.
Atento en todo momento a la situación política, siempre bien informado gracias a la compañía de un radio que le contaba las noticias del país, tenía su pluma presta para retratar con humor la realidad nacional. Consolidó eso un tanto etéreo y sin embargo tan difícil de lograr para un artista: un estilo. Sus caricaturas, siempre escuetas, se caracterizaban por su humor inteligente y por su ingenio sutil. Sabía capturar con sus trazos la esencia de las personas caricaturizadas o de las situaciones retratadas. Había un elemento distintivo más: contrario a la manera a la que nos ha habituado la caricatura, sus dibujos no tenían viñetas; sus trazos lo decían todo. Un trazo decidido, sobrio, severo, acaso heredado de la vida castrense de su padre, definía las escenas y los personajes de sus dibujos. Quizás nada hable tanto ni mejor de su pasión por el dibujo que el hecho de que sólo el veinte de febrero, un día antes de su muerte, le escribiera a Fidel Cano pidiendo una licencia porque se encontraba enfermo: «Y ahora se nos va el gran Betto, otro ser humano maravilloso. Sus trazos, su dulzaina, su cariño nos dejan enorme vacío en El Espectador. Apenas ayer pidió una licencia para una pausa en sus caricaturas diarias. Paz en su tumba», escribió el director de este diario en su cuenta de Twitter.
Murió con la satisfacción de haber realizado los sueños que desde temprano había albergado su corazón. Sólo lo vi una vez en mi vida. Estaba exponiendo sus dibujos en la Feria del Millón. Me presenté y le expresé mi admiración por su trabajo. Guardé su número y quedamos de hablar. Días después le escribí para que nos reuniéramos, pero no fue posible cuadrar una cita. Luego supe que estaba enfermo. Murió la semana pasada y no logramos encontrarnos. La reunión era para decirle que me hubiera encantado hacer una exposición de sus dibujos, que admiro tanto. Pero llegó la muerte antes a truncar el proyecto. No pudimos vernos para hacer la exposición. Sirva esta columna póstuma de excusa y de justificación.
