Esta semana murió el escritor albanés Ismaíl Kadaré, uno de los más importantes de los últimos tiempos en la literatura occidental. Fue autor de media centena de libros e incursionó en todos los géneros literarios, desde el ensayo hasta el teatro, pasando por la novela y por la poesía.
Desde mil novecientos noventa se exilió en Francia huyendo de la censura y de la persecución del régimen comunista de Enver Hoxha. La censura del régimen albanés hizo que debiera acallar ciertas ideas y matizar otras; esa misma censura lo conminó a revisar y a reescribir, ya en el destierro, páginas, episodios y capítulos completos de muchos de sus libros. Sus obras tuvieron especial acogida en Francia y en España. En Francia por ser el país en el que se refugió cuando dejó su Albania natal. En España por el empeño de ciertas casas editoriales que desde temprano publicaron sus títulos (Anaya & Muchnik, Editorial Cátedra, Siruela y Alianza; esta última editorial lo honra con una Biblioteca Kadaré), además de por la labor rigurosa y esmeradísima de Ramón Sánchez Lizarralde en la traducción de sus novelas. El gobierno español le otorgó el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en el año 2009.
Delineó en sus escritos un universo inquietante en el que retrató con minucia los entresijos del poder y con el que denunció los excesos del totalitarismo. En El palacio de los sueños, una de sus obras más acabadas, dedicó todo su talento y todo su ingenio a mostrar la manera en la que el régimen auscultaba los sueños de los súbditos con el fin de evitar que, ni aun soñando, se pudiese poner en entredicho el poder. Ese mismo poder que, mirado a través de los ojos de un niño, delató con agudeza en su Crónica de piedra. Obras en las que encuentra el lector claves de ese universo opresivo y terrible de los totalitarismos que, a su modo, prefiguró Franz Kafka, un compatriota de Kadaré en la república de las letras y en las denuncias de la insania del poder. El primer libro que leí de Kadaré fue El nicho de la vergüenza; guardo un recuerdo entrañable de su lectura, todo lo inquietante y tenebroso que se quiera su universo artístico, y creo que me sigue pareciendo su mejor obra. Narra en él la gesta de Alí de Tepelena, rebelde albanés que quiso poner en jaque al imperio otomano…
Con una prosa precisa y sobria retrata Kadaré los engranajes del poder, la estulticia de la guerra, las secuelas del combate, la incomunicación entre los seres. Apoyado en la perennidad de los mitos, se vale de ellos —recuerde el lector que fue también autor de un ensayo sobre Esquilo, Esquilo o el eterno perdedor— y de usos consuetudinarios e inmemoriales de muchas naciones para plasmar con patetismo la tragedia de tantos hombres y de tantos pueblos. Sus ficciones retratan universos plenos de opacidades y de brumas, de atmósferas sofocantes, de estancias opresivas, como si vida y mundo no fuesen más que un espejismo ni pudieran serlo. Así lo describe la madre de Mark-Alem, personaje principal de El palacio de los sueños: «Allí la realidad se trastocaba, se penetraba de inmediato en el terreno de lo inalcanzable».
Murió el lunes pasado quien fuera el más universal de los autores de nuestro tiempo desde la muerte de Gabriel García Márquez, pero nos queda el milagro de sus ficciones. Quienes han leído sus libros son hoy admiradores y lectores fieles de su obra, quienes aún no han tenido el placer, lo serán.