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CADA VEZ ME CUESTA MÁS SALIR A la calle. ¿La razón? Sencilla pero cruda: tener que toparme con mis congéneres.
Con el correr de los días y con el conocer con mayor profundidad la condición humana se van perdiendo esas ganas que a todos nos embargaban en aquellos años felices y tristes de la niñez. Comienza a tornarse sombrío el panorama y se apodera del espíritu ora la desesperación ora la desesperanza.
Un día como otro cualquiera me ocurrió algo que hubiera podido ocurrir a cualquier otro. Llegué al parqueadero de un centro comercial de la ciudad y el carro que ingresó inmediatamente antes que el mío se parqueó no en el primer espacio que encontró, lo cual hubiera sido razonable, sino en el que le pareció más cómodo. Aunque antes había un espacio libre, prefirió ubicarse en el espacio exclusivo para las personas con discapacidad física. Antes que se bajara y apagara el motor del carro, me acerqué a la ventanilla y con cortesía le pregunté si la acompañaba algún discapacitado (sobra decir a estas alturas que los otros parqueaderos para discapacitados también estaban ocupados; juzgue el lector si por personas que lo necesitaban). Me dijo que no, que venía con dos niños que no eran discapacitados. Le rogué que tuviera la gentileza de cederme el espacio, pues venía yo con una persona discapacitada. Se negó y adujo que venía con dos niños. El vigilante encargado del parqueadero también se negó a ayudarme y permitió que primara el antojo de la señora a la necesidad de la persona discapacitada. Tuve que irme en busca de otro parqueadero y hacer las piruetas a que la falta de respeto de tales ciudadanos ha conminado a las personas discapacitadas. Días atrás, otra señora se saltó el puesto en la fila de la legalización de documentos del Ministerio de Relaciones Exteriores y los encargados no quisieron ubicarla en el lugar que le correspondía. Días antes una más se había saltado la fila en el banco, y el vigilante la dejó hacer; un largo etcétera podría enunciar yo o cualquiera que en este país viva.
Parece risible la cuestión, pero en verdad es bastante grave. Se trata de un generalizado fenómeno en el que desde hace años reina la desafortunada idea de la “malicia indígena”. Una malicia mal entendida, pues creen que la malicia indígena es ser un cafre, saltarse las normas, no respetar a los otros... He aquí el quid: el respeto, o, mejor, la falta de respeto que por doquier cunde en nuestros días.
Cuando iba saliendo del parqueadero una joven me tendió la mano para ayudar a bajar las escaleras de la persona que tan justamente necesitaba el lugar de parqueo. Parecería que no todo está perdido; era joven —perdone el lector mi pesimismo—, habrá que ver qué pasa cuando sea una señora...
Amerita continuarse el análisis de la cuestión, pero se me acaba el espacio de la columna. Así que permitan ustedes que en este mundo en el que decidida e incesantemente nos damos la espalda unos a otros, escriba este artículo no con la tinta del reproche —que a nadie importa—, sino con la de la desesperanza y la justa indignación.
