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La doble vertiente del utilitarismo

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Juan David Zuloaga D.
27 de mayo de 2010 - 02:46 a. m.
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HAY EN NUESTRO PAÍS UNA DOBLE vertiente del utilitarismo: una filosófica y otra mafiosa.

La primera tuvo influjo en ciertos pensadores y en algunos círculos intelectuales del siglo XIX; la segunda continúa penetrando casi todas las esferas de nuestra sociedad. La primera cree que el bien de la comunidad radica en procurar el mayor bienestar posible al mayor número de miembros; la segunda apela al mero bienestar individual y se vale de los más ruines medios para conseguirlo, ignorando el hecho, elemental e irrefutable, de que vive en sociedad.

Ese ramplón utilitarismo que se desprende de los procedimientos mafiosos es el que ha hecho que el respeto —ese bien sobre el cual podría fundarse una sociedad entera, una sociedad justa, se entiende— se haya perdido en todas las esferas. No en todas las personas, claro, porque entonces no sería tolerable vivir en ella.

En virtud de esta macabra transmutación de los valores, ya nada importan el vecino o el barrio, pues auspiciados por el difuso prestigio que otorgan la riqueza, el poder o el revólver, algunos quieren saltarse todas las normas de la convivencia, hasta las más elementales. Ya no importan el bien y el mal, pues, en aras de un resultado entrevisto, estas voces se pierden  en los laberintos de una legalidad demagoga y alcahueta. Y ni siquiera importa, amigo lector, la vida, pues el carácter imprescindible de toda existencia puede ponerse en entredicho cuando alguna quiera entorpecer los oscuros designios de algún delincuente (sea de cuello blanco o de camisa abierta).

La actitud de quien así obra, que consiste, palabras más, palabras menos, en saltarse las normas, buscar el atajo, no asumir las responsabilidades, escudarse en un fácil “no sabía” o en un cínico “no me importa”, que comienza a imperar y que denota de manera preocupante y radical el influjo de estos mafiosos procedimientos, esta actitud, digo, que es ahora frecuente, se ve reflejada en todos los órdenes de la sociedad, incluso en ilustres esferas. Por culpa de ella es casi motivo de escarnio que un ciudadano cumpla con sus obligaciones, que otro respete la ley. Nadie quiere construir, sino que abocan todos su destino a un inmediatismo sin coto que hace que cualquier proyecto de largo alcance sea una quimera o un frenesí. Yace, ¡ay!, muy olvidada, esa sutil filosofía de Baltasar Gracián, según la cual “no hay altura sin cuesta”. Pues en virtud de esas maneras mafiosas, todos quieren conseguir los resultados, pero ninguno quiere recorrer el camino.

Y es muy preocupante la cuestión, porque hasta los mafiosos saben que ninguna sociedad, ninguna organización, es viable —y ya habló de esto Platón en el primer libro de su República— sin unos mínimos de decencia, de decoro, de dignidad, de respeto y de palabra. Ningún recurso le queda ahora al hombre justo para refrenar la actitud grosera y desafiante del enemigo cruel, del ciudadano irrespetuoso que se escuda en su poder y en su dinero para pasar por encima del respeto, del decoro, de la vida y del bien.

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