Inquieta, por decir lo menos, que tras los episodios de violencia y arbitrariedad ocurridos en las marchas recientes no se haya planteado, de parte del Gobierno, siquiera la posibilidad de poner en cuestión la existencia del Escuadrón Móvil Antidisturbios - Esmad.
Surgido hace 20 años como una medida coyuntural para el tratamiento preventivo del terrorismo y de la delincuencia en las protestas sociales, perpetuado en tiempo del gobierno de la llamada Seguridad Democrática, este cuerpo policial no ha dejado de ganar protagonismo y su presupuesto no ha hecho sino incrementarse con los años (el presupuesto actual es más alto que el de todo Colciencias).
Pertenece el Esmad a ese grupo de instituciones cuyos fines son imprecisos. Las marchas más recientes han dejado ver un incremento de civismo por parte de los manifestantes, si bien quedan aún algunas personas que apelan a embozarse el rostro y a infiltrar la protesta. Se ha observado también que cuando a las marchas y a las protestas no asiste el Esmad no hay, curiosamente, disturbios. Se ve uno tentado entonces a utilizar el recurso retórico del expresidente y senador, pero preguntando esta vez a la contraparte: si sólo hay disturbios cuando aparece el escuadrón antidisturbios, ¿qué supone uno?
Y vale la pregunta porque el domingo pasado se dio una de las marchas más multitudinarias que recuerde Bogotá: Un canto por Colombia. Se constituyó, sin duda, en un hito de las protestas que arrancaron con el paro del 21 de noviembre, por el número de asistentes y porque la jornada terminó sin la asistencia del Esmad y sin ningún tipo de violencia.
La noche del 21, dicho sea de paso, tras algunos incidentes que en horas de la tarde empañaron las marchas tranquilas de toda la jornada, se organizó un cacerolazo espontáneo y pacífico que atravesó toda la ciudad. El sábado siguiente se convocó a otra marcha pacífica. Acudió el Esmad a la Plaza de Bolívar a sacar a unos ciudadanos que, también de manera pacífica, se habían congregado con cacerolas y con cucharas de palo. Minutos después, cerca de la plaza, ocurrió la muerte de Dilan Cruz. Los videos de los manifestantes y los análisis de algunos medios salieron a desmontar todas las falsedades y las imprecisiones de la versión oficial: ni estaba armado, ni se agachó, ni tenía cubierta la cara. Tampoco apuntaron al suelo. Todo parece indicar, pues, que no fue un error ni un acto de preservación del orden público; fue un asesinato.
La manera en que se ha desarrollado este paro nacional ha desmontado la falacia de las democracias protegidas y ha desnudado su repulsión hacia la protesta social y hacia toda forma de disidencia. ¿Cuántas más de estas muertes que hubieran podido evitarse se necesitan para que el Gobierno se plantee la posibilidad de reformar y hasta de acabar el Esmad? ¿Cuántas más para que el Estado entienda su papel en una discusión política que despierta del letargo de la seguridad y de sus fantasmas?
Atalaya.espectador@gmail.com