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Son antiguas las enfermedades del alma.
Desde que el mundo es mundo, ellas son, en ocasiones, inquilinos silenciosos, pero nocivos; en otras son huéspedes aterradores que pueden conducir al delirio o a la muerte.
Si hablo de enfermedades del alma no es porque las haya sólo del cuerpo y sólo del alma. Hasta la más leve lesión corporal aflige el espíritu y cualquier trastorno anímico repercute en el cuerpo, aun cuando sea en los gestos o en el comportamiento. Hablo de enfermedades del alma porque la causa del mal no viene dada, al menos necesariamente, por una dolencia física, sino por una dislocación espiritual. Por eso mismo ocurre que su diagnóstico es más complejo. El dolor corporal muéstrase, en comparación, inconmensurablemente más objetivo: una fractura de tobillo, una lesión en la rodilla apenas deja duda sobre el mal. Pero el malestar anímico puede disimularse, esconderse, camuflarse y hasta acallarse. Acaso por pudor, acaso por timidez, acaso por soberbia, hay quienes saben o quieren o pueden convivir con su mal a lo largo de toda una vida. Y pueden hacerlo llevando una existencia triste, sí, pero en apariencia normal. Al respecto, Alfred Adler proponía que el neurótico no muestra un solo rasgo de carácter que le sea propio; comparte con el individuo sano todas las características de una vida ordinaria, pero lo diferencia la intensidad con la que se muestran ciertos rasgos de su carácter.
No cabe duda de que, en los tiempos que corren, son cada día más quienes se ven aquejados por este doloroso y, por veces, silencioso mal. Que esté convirtiéndose en una pandemia no puede sino hablarnos, cual fiel pero descarnado retrato, del color de los tiempos, de la civilización en la que nos fue dado vivir.
Son diversas las caras que adoptan estas patologías del alma, aunque todas están íntimamente ligadas al carácter de cada cual. Las hay que, llevadas de un culto narcisista del yo, repercuten con sevicia en el cuerpo: la toxicomanía, la anorexia, la bulimia. Otras devienen trastornos obsesivos compulsivos, acaso causados por una sociedad cada día más administrada, más burocratizada, menos humana. Otras más se manifiestan como abulia, spleen, marasmo, inacción... Caras y matices de esa que quizás sea la enfermedad por antonomasia de nuestros días, y tal vez de nuestro siglo: la depresión. Producida, acaso, por la incesante llamada de una vida cada vez más acelerada, de unos medios de comunicación que a cada instante reclaman nuestra atención, de una tecnología que ya no deja respiro.
Algunos creen que, frente al incesante desfile de imágenes, frente a las vidas abigarradas y aparentemente plenas que se nos muestran, frente a esa saturación, creen algunos que “a mí nada me pasa”. Y entonces aparece la depresión, por esta o por otra causa, pero aparece la recurrente depresión: una tristeza constante, un lentísimo transcurrir del tiempo, unos días todos en apariencia iguales, una depauperación de los recursos vitales, un empobrecimiento de los sueños y de la paleta que da color a la existencia..., un no poder vivir más, un no querer seguir. Y no estoy hablando del desamor. O no lo sé.
