Pueblan el universo heterogéneo de quienes albergan libros los que leen libros y no los compran, los que leen libros y los compran, y los que compran libros y no los leen. Y por fuera de él están los que ni leen libros ni los compran.
Dentro de este universo disímil de los lectores hay dos escuelas que se diferencian con claridad: los que subrayan los libros y los que no los subrayan. Pertenecen a esta última categoría quienes no los subrayan porque no los leen y quienes leyéndolos no los subrayan, o, lo que es lo mismo, quienes habiéndolos leído no los han subrayado. Me causan admiración y hasta franca envidia estos especímenes raros de la lectura que tanto se fían de la propia memoria, y que gracias a su retentiva prodigiosa y a su capacidad de atención consideran semibárbaros a quienes subrayan los libros y bárbaros a quienes no los leen (compren o no los libros).
Dentro del grupo de los que subrayan están los que subrayan los libros propios y, en la otra orilla, están los que subrayan los ajenos, sea que pertenezcan estos libros a bibliotecas propias o a bibliotecas privadas (y tal vez haya quienes subrayan en librerías —de viejo y de nuevo— para alegar propiedad sobre el bien).
Sea como fuere, subrayan. Y aquí quería llegar. ¿Por qué subrayan los que subrayan? ¿Y qué subrayan? Subrayan lo que subrayan —sin importar que subrayen como subrayen y sin importar cómo subrayen lo que subrayan— porque, dentro del conglomerado uniforme de letras que compone una página, una palabra o una frase llama su atención, los saca de la cadencia de la lectura y, frase o palabra, aparece como una nota discordante dentro del pentagrama uniforme —todo lo armónico que se quiera— que compone el texto.
Lo subrayado constituye un reclamo para ese lector futuro que somos o podemos ser en el momento en el que volvamos a abrir esas páginas; lo subrayado es un recuerdo de ese que fuimos, que éramos, en el momento en el que leímos esas páginas, por eso cada nueva lectura puede suscitar nuevos pasajes señalados, porque los de hoy ya no somos los mismos; es una manera de señalar lo que, en ese instante, interpela nuestra sensibilidad o nuestra atención o nuestra imaginación (o todas a la vez). Es un esfuerzo por retener lo fugaz, aun cuando sea en el cofre de los libros cerrados. Es también una manera de señalar lo frágil que es el conocimiento; y es, por último, una señal secreta para evocar la importancia de la escritura y para justificar su creación, para regalarnos un porqué de este misterio casi inefable que constituye la escritura, sucedáneo sin par de la memoria.
Este es más o menos el universo de los lectores (y de los no lectores); creo que no dejo a ninguno por fuera. Y son estas más o menos las razones por las que subrayamos (o no subrayamos)… Para el lector atento habrá quedado claro que pertenezco al grupo de quienes compran libros, los leen, los subrayan, los vuelven a leer, los vuelven a subrayar e intentan atesorar en la memoria las bellezas sutiles y entrañables que prodiga la lectura… aunque no me fíe de ella, de la rememoración, que para eso se hizo el lápiz y el subrayar, para no fiarse por completo de la antojadiza, de la voluble, de la engañosa, de la falsaria, de la inconstante, de la traicionera, de la efímera, de la hideputa memoria.