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Cada año, entre cinco y 15 mil toneladas de material extraterrestre se precipitan sobre la superficie de la Tierra. La mayor parte llega en forma de finas partículas producidas por la abrasión de la atmósfera sobre objetos que ingresan en ella con velocidades hasta diez veces más altas que la de una bala, pero también incluye el polvo de cometas y asteroides. Estas partículas se depositan como una fina lluvia sobre los continentes y los océanos de nuestro planeta dejando pistas de la travesía del Sol a través de la materia que se extiende entre las estrellas; un viaje interestelar consignado en los registros geológicos del planeta.
El estudio de la materia extraterrestre en los sedimentos oceánicos comenzó con el descubrimiento de partículas metálicas en los sondeos del HMS Challenger, una expedición naval británica que, entre 1873 y 1876, le dio la vuelta al mundo recogiendo muestras del fondo marino. El británico John Murray y el belga Alphonse Renard, jefes científico y geólogo de la expedición, respectivamente, encontraron en esas muestras diminutas esferas magnéticas de color negro con núcleos metálicos y esferas marrones parecidas a componentes de meteoritos. Por estar distribuidas a lo largo del lecho oceánico, descartaron que fueran producidas por fuentes volcánicas y otros fenómenos terrestres.
La expedición del HMS Challenger inauguró a la oceanografía como disciplina científica y marcó la partida de una era de exploraciones del fondo marino que se extiende hasta nuestros días. Algunas de ellas tienen fines comerciales, como la controversial minería oceánica, que busca extraer metales como plata, oro, cobre, cobalto y zinc del fondo del mar, a expensas de la alteración de zonas submarinas cuyos ecosistemas apenas hemos comenzado a comprender. Otras tienen finalidades científicas, incluyendo el estudio de las corrientes oceánicas, la investigación de los organismos que viven a grandes profundidades y la recolección de muestras con las que se reconstruye la acumulación de material extraterrestre sobre la Tierra.
El Sistema Solar orbita alrededor del centro de la Vía Láctea, junto con miles de millones de otras estrellas. A lo largo de esa trayectoria se va encontrando con nubes de gas y polvo que también hacen parte de nuestra galaxia. Algunas de estas nubes están enriquecidas con material forjado en las violentas explosiones producidas al final de la vida de las estrellas más masivas, las supernovas, la fuente más importante de elementos más pesados que el hierro, como el platino y el uranio. La exposición al ambiente de esas explosiones también genera reacciones químicas en la atmósfera terrestre, produciendo elementos como el berilio, que luego se precipitan sobre el planeta.
Hace apenas unos meses, científicos de la Universidad de Dresden, en Alemania, la Universidad Nacional de Australia en Canberra y la Universidad de Viena, en Austria, reportaron el descubrimiento de una anomalía en la cantidad de berilio en las cortezas oceánicas profundas del Pacífico central y septentrional. Esa anomalía data de entre hace 11,5 y 9,0 millones de años, durante el Mioceno tardío. Se espera que en los próximos años nuevos sondeos revelen si efectivamente esta acumulación de berilio tiene un origen interestelar y confirmen si la anomalía está relacionada con el periodo de enfriamiento del planeta al final de esa era geológica, cuando las temperaturas globales de la superficie del mar descendieron aproximadamente 6 °C y los ecosistemas terrestres se reorganizaron para convertirse en los que conocemos hoy en día. Los márgenes de error en ese estudio son, por ahora, astronómicos, pero la era en que el clima espacial hace parte de la forma en que entendemos nuestro planeta ya está aquí.
La publicación del descubrimiento es esta.
El estudio del origen interestelar de esa anomalía acaba de ser aceptado para publicación y es este.
