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El dominio del yermo

Juan Diego Soler

20 de junio de 2025 - 12:05 a. m.

Thule era un lugar que existía solamente en la mente de los humanos. En la mitología griega era la capital de Hiperbórea, el reino de los dioses. Para los geógrafos de la Antigüedad en la cuenca del Mar Mediterráneo, era “el lugar donde el sol iba a descansar”, el más septentrional de los países, cuya ubicación precisa nadie podía precisar. Cuando los exploradores occidentales se internaron en las regiones polares y encontraron islas remotas en el océano glacial, una de ellas fue bautizada Thule, el lugar en donde hoy, hace 43 años, concluyó la Guerra de las Malvinas.

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En las regiones polares de la Tierra, por encima de los círculos polares, la inclinación del eje de rotación del planeta produce días y noches que duran la mitad del año. Allí la temperatura es tan baja que la humedad en el aire es capturada en escarcha, la arena de los desiertos de hielo. En el extremo norte, los humanos han vivido de forma permanente desde hace más de cinco mil años. Los ancestros de los saami en las zonas circumpolares de Finlandia, Suecia, y Noruega; los nenets, los janti, los evenki y los chukchi en Rusia; los aleutas, los yupik y los iñupiat en Alaska; los inuvialuit en Canadá y los kalaallit en Groenlandia aprendieron a vivir y prosperaron en lugares donde el sol está siempre bajo en el horizonte y las fuentes de alimento escasean. En el extremo sur no hay grandes masas de tierra que detengan los vientos impulsados por la rotación de la Tierra, el mar es violento y los medios de subsistencia son nulos. Durante la mayor parte de la historia humana nadie se aventuró al sur de la Tierra del Fuego.

Hacia 1774, la tripulación del HMS Resolution avistó una masa de tierra que sobresalía entre las oscuras aguas del Atlántico Sur. La isla Thule, como fue bautizada, es la segunda más austral de un archipiélago de 11 islas de origen volcánico. Es tres veces más grande que Malpelo y tres veces más pequeña que Providencia. Está coronada por una caldera volcánica cubierta de hielo que se levanta 710 metros sobre el mar. Sus faldas empinadas se desgajan en barrancas hondas de piedra volcánica en las que no crece nada más que las crías de los pájaros marinos. Allí desembarcaron en 1955 tres integrantes de la Armada Argentina para ejercer soberanía sobre ese territorio helado a 2.400 kilómetros de la costa de Sudamérica y a más de 2.000 de las islas Malvinas.

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La estación Corbeta Uruguay fue inaugurada por Argentina en Thule en marzo de 1977. Tras un año de construcción, mantuvo una población de por lo menos ocho personas, la mayoría, personal científico de la Armada. Su nombre era un homenaje a la embarcación que rescató a Otto Nordenskjöld y los integrantes de su expedición antártica en 1903, incluyendo el argentino José María Sobral, primer sudamericano en Antártida. La existencia de la base fue denunciada como “una violación a la soberanía británica en las Islas Sandwich del Sur”, pero no provocó ninguna acción hasta que, tras la derrota de las tropas argentinas en las Malvinas, el 14 de junio 1982, la Marina Real Británica desembarcó en la isla Thule. Los diez argentinos presentes en la base fueron arrestados y, unos meses después, las instalaciones fueron demolidas con explosivos. La isla ha permanecido deshabitada desde entonces.

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Un lobo marino antártico (Arctocephalus gazella) vive en promedio unos 15 años; sus hembras, unos diez años más. Sus poblaciones en las playas de Thule, recuperadas por el control a la cacería, pero melladas por la disminución del kril en los océanos antárticos, son probablemente los nietos de los nietos de las que vieron a los humanos llegar, dominar y desaparecer dejando atrás solo escombros entre el hielo y las rocas. Es la historia de nuestra especie vista desde el mundo natural en esa otra isla que llamamos Tierra. Llegar, dominar y desaparecer.

Por Juan Diego Soler

Doctor en Astronomía y Astrofísica en la Universidad de Toronto, Canadá. Investigador científico del Instituto de Astrofísica Espacial y Planetología en Roma, Italia. Autor de los libros “Relatos del confín del mundo (y el universo)” y “Lejos de casa”. Escribe sobre ciencia para El Espectador desde 2011.
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