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Para cuando se publiquen estas palabras ya habrán pasado varios días desde el fallecimiento del expresidente de la República Oriental del Uruguay, José Alberto “Pepe” Mujica, a los 89 años de edad. Habrá pasado casi un mes desde la muerte de Jorge Mario Bergoglio, el Papa número 266 de la Iglesia Católica, a los 88 años. Los dos hombres superaron por más de una década la expectativa de vida en nuestro continente, 73 años para los hombres y 79 años para las mujeres. Estaban en el límite de esa etérea frontera de la memoria colectiva, al filo del intervalo de tiempo más allá del cual no tenemos testigos vivos de los hechos que llamamos historia.
El cerebro de los humanos es capaz de capturar impresiones desde la primera infancia. Pero no es hasta después de los 3 o 4 años cuando la mayoría de las personas empiezan a formar recuerdos duraderos. Eso significa que nadie nos puede contar de primera mano cómo fue la Guerra de los Mil Días, cómo era la vida en Panamá cuando aún hacía parte de Colombia, o cómo era conversar con Soledad Acosta, Rafael Uribe Uribe o Julio Garavito Armero. Esos hechos y esos personajes están más allá del alcance de la memoria de nuestros parientes más longevos. Pero hay otros hechos más cercanos en el tiempo, casi el anteayer de nuestra existencia, que hoy están entrando al crepúsculo de la memoria.
En Esperanza, sus memorias publicadas el año pasado, Bergoglio busca “dirigirse a los más jóvenes, para que no se cometan los errores del pasado”. En 14 capítulos, narra sus recuerdos desde el estallido de la Segunda Guerra Mundial hasta la actualidad, incluyendo sus impresiones como máximo representante de la Compañía de Jesús en Argentina durante la mayor parte de la dictadura. Cuenta la historia de Esther, su jefa en el laboratorio en el que trabajaba cuando era joven, una “comunista de las de verdad, atea, pero respetuosa”, a la que el régimen torturó y asesinó lanzándola desde un avión. “Con otros chicos secuestrados logré hacer algo, les fui de utilidad; sin embargo, con Esther [...] no conseguí nada, a pesar de tanto insistir a quien seguramente podría haber intervenido. Quizá no hice lo suficiente por ella”.
En Mujica por Pepe, su autobiografía en conversaciones con el argentino Nicolás Trotta, Mujica analiza su participación en el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T), la guerrilla urbana que tomó las armas para enfrentarse a lo que el expresidente definió como “democracia enferma”, que reprimía cada vez más e iba hacia una dictadura inevitable como en otros países en la región. En La noche de 12 años, la película dirigida por Álvaro Brechner, basada en el libro Memorias del calabozo de Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro, se muestran las consecuencias que Mujica sufrió por esa militancia: 15 años de su vida en prisión, entre ellos 12 como rehén de la dictadura, en penosas condiciones de detención, tortura y aislamiento, bajo la amenaza de ejecución en caso de que su organización retomara acciones armadas.
Aunque cualquier memoria humana es imperfecta, la Historia, con mayúscula, está hecha de esas historias. Son la diferencia entre recitar fechas de fundaciones y batallas y entender que la Historia nos pasa por encima y se vive en las tripas y en los huesos. No hace falta que sea contada por expresidentes o dignatarios. Está también en las voces que vivieron otros tiempos y aún tenemos la fortuna de escuchar. ¿Las escuchamos? Más adelante seremos nosotros las voces del mundo del ayer, si es que hoy tenemos los ojos abiertos. ¿Los tenemos? Porque, parafraseando a Borges, el tiempo es la sustancia de la que estamos hechos, es el río que nos lleva, y somos el río.

Por Juan Diego Soler
