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En la mesa con los terraplanistas

Juan Diego Soler
05 de julio de 2024 - 05:05 a. m.
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Hace poco menos de dos siglos, un rico granjero del oriente de Inglaterra decidió construir una utopía agrícola. En un terreno maravillosamente fértil para el cultivo de cebada, trigo y avena, William Hodson decidió establecer una colonia para sostener cincuenta familias. Además de los alojamientos, planificó un edificio comunitario y talleres para distintos oficios. Su colonia tendría su propia máquina de vapor para hacer funcionar una trilladora y se convertiría en el prototipo para la red de colonias autosuficientes que imaginaba Robert Owen, entonces el principal socialista de Inglaterra. Para dirigir el proyecto escogió a Samuel Birley Rowbotham, de 21 años.

El joven era bien conocido por muchos líderes socialistas e impresionó a Hodson con sus planes para la colonia, pero tenía un proyecto secreto. El terreno de la finca se extendía sobre una planicie conocida como el ‘Nivel Bedford’ por las obras de drenaje organizadas

hacia 1630 por Francis Russell, cuarto conde de Bedford. Para secar los pantanos de la zona, había ordenado profundizar los antiguos canales fluviales y excavar un río artificial de 34 kilómetros de longitud: el río Bedford. Fue ese canal perfectamente recto y sin obstáculos el que atrajo la atención de Rowbotham. Buscaba satisfacer una de sus obsesiones de infancia: probar que la Tierra era plana.

El primer año de la colonia transcurrió en medio de tensiones entre los colonos más religiosos y aquellos atraídos por el proyecto socialista. Consiguieron pasar con dificultad el primer invierno y en la primavera se pusieron de acuerdo para plantar las cosechas, pero la aparente armonía se rompió abruptamente durante el verano, cuando Rowbotham intentó imponer en la colonia la doctrina de la Tierra plana. Él y sus discípulos habían pasado meses observando con un telescopio justo sobre la superficie del canal esperando ver si los barcos en la lejanía desaparecían como consecuencia de la curvatura del planeta. Al no encontrar ese efecto se propuso convencer al mundo de la presunta falacia de la Tierra esférica, comenzando por los colonos que tenía a su cargo.

Tras una reunión con el consejo de la colonia, Rowbotham fue rechazado a gritos y expulsado. Cuando se negó a irse, los miembros del consejo tapiaron la puerta de su habitación, pero este los hizo huir desenfundando una pistola. Envalentonado por su victoria, se dedicó a organizar conferencias sobre la Tierra plana en las poblaciones cercanas. Sin embargo, su entusiasmo por divulgar su “descubrimiento” no se tradujo en la prosperidad de la colonia y, tras agotar la paciencia de Hodson, fue finalmente despedido.

Rowbotham emergió una década después con la publicación de Zetetic Astronomy: La Tierra no es un globo terráqueo, un panfleto que firmó bajo el seudónimo de Parallax. Defendía la idea de que la Tierra es un disco plano centrado en el Polo Norte y delimitado en su perímetro por una pared de hielo, con el Sol, la Luna y las estrellas moviéndose a apenas unos miles de kilómetros por encima de la superficie terrestre. No sería más que un pie de página en la historia si el panfleto, después convertido en libro, no se hubiera convertido en un punto de referencia para el movimiento terraplanista moderno.

La obra pasó desapercibida hasta que, en 1870, cuando uno de sus partidarios ofreció una recompensa a quien pudiera demostrar, repitiendo el experimento de Rowbotham, que la Tierra no era plana. Alfred Russel Wallace, uno de los padres de la teoría de la evolución, aceptó la apuesta. Wallace, que había aprendido el oficio de topógrafo con su hermano mayor, evitó los errores de los experimentos precedentes y ganó la apuesta. El premio nunca se materializó, pero sí produjo varias amenazas de muerte y artículos difamatorios en contra del naturalista.

Era la expresión pública de un debate que realmente no existe. La planificación catastral, el transporte y el comercio internacional moderno no podrían existir sin considerar la forma casi esférica y el movimiento del planeta. Lo saben de primera mano quienes se encargan de mantener funcionando al mundo, héroes anónimos que trabajan todos los días mientras unos necios con un altavoz acaparan la atención. ¿Vamos a convencerlos de la redondez del planeta dándoles un micrófono y escuchándolos con paciencia, como lo hizo esta semana con virtudes cardinales el popular divulgador científico español Javier Santaolalla? Rowbotham vivió prósperamente y sin penitencia gracias a la venta de curas mágicas, a pesar de ser nombrado en numerosos casos de muertes por negligencia, incluido el envenenamiento accidental a uno de sus propios hijos. A lo mejor el debate al que le debían haber invitado no era sobre la forma de la Tierra sino sobre cómo hemos construido una sociedad en la que algunos pueden vivir sin consecuencias.

Juan Diego Soler

Por Juan Diego Soler

Doctor en Astronomía y Astrofísica en la Universidad de Toronto, Canadá. Investigador científico del Instituto de Astrofísica Espacial y Planetología en Roma, Italia. Autor de los libros “Relatos del confín del mundo (y el universo)” y “Lejos de casa”. Escribe sobre ciencia para El Espectador desde 2011.

 

Carlos(87476)05 de julio de 2024 - 04:34 p. m.
Magnifica columna.
Carlos(87476)05 de julio de 2024 - 04:34 p. m.
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Carlos(87476)05 de julio de 2024 - 04:34 p. m.
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Carlos(87476)05 de julio de 2024 - 04:34 p. m.
Magnifica columna.
William(41808)05 de julio de 2024 - 04:26 p. m.
La condición fundamental del terraplanista (tribu que rechaza y niega, entre otras, la esfericidad achatada de la Tierra) es ser fóbico al movimiento (movimiento social, cambio político, evolución, embriología, ciencia, arte, estadística, función de onda, elipse, transgénicos, transgéneros, heraclitismo, contingencia, azar, libertad de competencia en franca lid, etc.); es decir, es tener comprometida la dopamina (hormona de movimiento y búsqueda de felicidad); o sea: un miserable conservador.
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