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La América Rusa

Juan Diego Soler

15 de agosto de 2025 - 12:05 a. m.
Foto: Wikimedia c

En el momento en que las tropas lideradas por Simón Bolívar lograron las victorias decisivas en el Pantano de Vargas y después en el Puente de Boyacá, hace 206 años, el asentamiento más oriental de Imperio Ruso se encontraba a 100 kilómetros de la ciudad de San Francisco, en California, junto a la desembocadura del que aún hoy se conoce como Russian River, el río ruso. Por entonces, la ciudad más grande del hoy estado de Alaska era Novoarkhangelsk, hoy Sitka, con apenas un millar de habitantes, centro de operaciones de la Compañía Ruso-americana y capital del territorio de Russkaya Amerika, la América Rusa.

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Hace 455 años, mientras conquistadores fundaban la población de Ocaña en Norte de Santander, Iván IV de Rusia, conocido como Iván el Terrible, recurrió a la poderosa familia Stroganov para encabezar la expansión de sus dominios hacia el oriente. Los pueblos indígenas de Siberia, vencidos por las tropas cosacas contratadas por los Stroganov, fueron obligados a pagar un impuesto en pieles de zorro, marta y otros mamíferos, materiales que proporcionaban una protección superior a la lana durante el invierno y se convirtieron en símbolo de estatus social para los nobles y miembros de la élite económica. La lucrativa empresa de las pieles empujó a bandas de cosacos, tramperos y comerciantes a adentrarse en Siberia, utilizando los ríos como autopistas en medio de un terreno salvaje que, sin experimentarlo uno, puede llegar a imaginar gracias a Dersu Uzala, una de las mejores películas del japonés Akira Kurosawa.

Hacia mediados de los años 1600, los exploradores rusos llegaron a la costa del Pacífico, a más de diez mil kilómetros por tierra desde San Petersburgo (dos mil más que la distancia que los galeones españoles recorrían para alcanzar el Nuevo Reino de Granada). En 1725, Pedro I de Rusia, comisionó al danés Vitus Bering para explorar el Pacífico Norte en busca de territorios y pieles para suplir la demanda cuando los mamíferos de Siberia empezaron a escasear por la caza excesiva. Bering partió por tierra a la cabeza de un contingente de soldados y exploradores que, con la ayuda de guías yakutos, alcanzó la península de Kamchatka. Tras completar la construcción de sus barcos y una década de exploraciones de la costa, Bering y sus hombres remontaron en 1741 el centenar de kilómetros que separa las costas de Asía y Norteamérica en el estrecho que hoy lleva su nombre, en donde perdió la vida durante la expedición.

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El descubrimiento de la codiciada piel de las nutrias marinas, suave, aislante e impermeable, impulsó oleadas de colonizadores rusos a aventurarse hacia el otro lado del Pacífico. Con la licencia del zar, la Compañía Ruso-americana mantuvo el monopolio del comercio de pieles y se benefició del trabajo esclavo al que sometió a los Unangan, Tanaina, Tlingit y otros pueblos del Pacífico Norte. A mediados de los 1800s, el mercado de pieles entró en declive y los asentamientos de la compañía se hicieron muy costosos para mantener. Ante la posibilidad de que el Imperio Británico, que controlaba la vecina Canadá, organizara una intervención que le arrebatara el territorio sin ninguna compensación, el Imperio Ruso aceptó en 1867 la oferta de 7.2 millones de dólares (unos 160 millones de hoy) por el territorio en donde se estableció Alaska, el más extenso de los Estados Unidos de Norteamérica. Es allí en donde su presidente, Donald Trump, espera hoy a Vladimir Putin, quien desde hace 24 años gobierna la Federación Rusa y sobre quien pesa una orden de detención de la Corte Penal Internacional por su responsabilidad en el traslado forzoso de casi 20 mil niños ucranianos en zonas que quedaron bajo su control tras su invasión militar a Ucrania. Sin ningún representante de la nación invadida ni de sus aliados, prometen discutir una salida a un conflicto en que saltaron por los aires las normas del derecho internacional, o acaso apenas añadir una línea en la historia de la América Rusa.

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Por Juan Diego Soler

Doctor en Astronomía y Astrofísica en la Universidad de Toronto, Canadá. Investigador científico del Instituto de Astrofísica Espacial y Planetología en Roma, Italia. Autor de los libros “Relatos del confín del mundo (y el universo)” y “Lejos de casa”. Escribe sobre ciencia para El Espectador desde 2011.
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