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¿A quién le importa si se hace física en Colombia? A lo mejor no a la mayoría de los colombianos. En el mejor de los casos, odian la materia, tal vez culpa del profesor que los traumatizó. En el peor, nadie ha intentado explicarles que la gravedad no tiene que ver con manzanas o que no tiene sentido reducir la física moderna a un “Einstein tenía razón”, como si el objetivo de la ciencia fuera desacreditar a un señor que a pesar de su enorme ingenio también cocinaba con agua. Y eso ¿para qué me sirve? Al fin y al cabo, parafraseando a Miguel de Unamuno, que hagan física otros, “pues, ellos y nosotros nos aprovecharemos de sus invenciones. Pues confío y espero en que estarás convencido, como yo lo estoy, de que la luz eléctrica alumbra aquí tan bien como allí donde se inventó”.
Unamuno, siempre admirador de Darwin y enemigo de aquellos que convierten a la ciencia en un ídolo al que adorar, vivía en el inicio de una era de descubrimientos que aún no termina. Desconocer los horizontes que abre la física es como salir a la calle con un balde en la cabeza y exponerse a que nos guíe un lazarillo a su propia conveniencia. Hace apenas unos días, varios de los medios de comunicación más importantes de Colombia le dieron resonancia a la opinión de Mauricio Vélez Domínguez, un documentalista conocido por seguirle los pasos a Pablo Escobar y a sus hipopótamos. Según los titulares, desafiaba la teoría del Big Bang. Su gran argumento era un artículo en la revista de la Sociedad Real de Astronomía de Canadá, una publicación bimestral abierta a astrónomos aficionados, pero poco reconocida como fuente para los investigadores profesionales. Bastaba una llamada a alguna de las facultades de física en el país para encontrar a alguien que explicara que los argumentos refritos de Vélez no dan la talla a las observaciones que describen al universo a gran escala.
En Colombia hay expertos que pueden contrastar estas y otras ideas porque trabajan en la frontera del conocimiento humano, hacen eso que llaman investigación científica. Para hacer investigación se necesita saber en dónde está esa frontera. En la época en que comenzaron a florecer las facultades de física en el país, antes del internet y las redes sociales, eso solo se podía lograr viajando o leyendo. Viajando a los lugares en los que se hacía investigación de punta. Leyendo las revistas internacionales en donde se presentaban los descubrimientos más recientes. Tanto los viajes como las suscripciones a esas revistas requerían de un presupuesto que iba más allá del de las universidades, cuyo interés primordial es brindar clases a sus estudiantes. Hacía falta el apoyo de alguien interesado en saber en dónde estaba la frontera del conocimiento, en mantener al país al tanto de la conversación global y en evitar que nuestros ciudadanos terminaran como en El baile de los que sobran, preguntándose por qué “a otros le enseñaron secretos que a ti no”. Era una responsabilidad del Estado.
A partir de finales de la década de 1960, el Departamento Administrativo de Ciencia, Tecnología e Innovación (Colciencias) se encargó de financiar la investigación científica en Colombia, incluyendo la física. Dadas las limitaciones económicas de nuestro país, el objetivo no era lanzar nuestro Proyecto Manhattan o construir un telescopio espacial, sino desarrollar el capital humano para participar en los proyectos científicos de la comunidad internacional y contarles a los colombianos, aquellos con poder y sin él, qué era lo último en guaracha en la física, y qué no. Con la movilidad que otorgaron los fondos de Colciencias, nuestros investigadores fueron a jugar a los Real Madrid, Liverpool F.C. o Bayern Múnich de la física. Regresaron cargados de fotocopias e ideas que compartieron con sus estudiantes. Las colaboraciones internacionales que establecieron permitieron que esos estudiantes aprendieran métodos para resolver problemas y se foguearan junto a los mejores del mundo.
¿Para qué dar toda esa vuelta? En principio, para que no nos comamos el cuento de quien pretende reinventar el Big Bang o vendernos la Tierra plana, curas milagrosas con la palabra “cuántico” o promesas vacías en discursos pintados de estrellas. Pero en últimas, es para contar a nuestros compatriotas, en nuestro idioma y en nuestros acentos, lo que existe en el universo. Para que nuestros ciudadanos se vean a los ojos frente a los de cualquier país del mundo. Para que nuestros hijos o los hijos de nuestros hijos no sientan que quienes nacimos en este territorio no podemos alzarnos por encima de las circunstancias y empujar la frontera del conocimiento humano. Esa es una oportunidad que no cae de un árbol.

Por Juan Diego Soler
