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Nuestro pedazo del cielo

Juan Diego Soler

01 de febrero de 2024 - 09:05 p. m.

Si usted es colombiano, una parte del cielo le pertenece. Según la Constitución, además del territorio continental; el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina; la isla de Malpelo y otras islas, islotes, cayos, morros y bancos; el subsuelo; el mar territorial; la zona contigua; la plataforma continental; la zona económica exclusiva y el espacio aéreo del país, le pertenece una porción del espacio sobre Colombia a unos 36.000 kilómetros sobre su cabeza: la órbita geoestacionaria.

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Un satélite en la órbita geoestacionaria gira alrededor de la Tierra sobre la línea del ecuador exactamente a la misma velocidad que nuestro planeta, por eso parece mantenerse en una posición fija en el cielo visto desde la superficie terrestre. Los satélites de comunicaciones suelen colocarse en esa órbita para que las antenas con las que se envían y reciben datos no tengan que girar para seguirlos, ahorrando costos y complejidad. También se usa para los satélites de vigilancia meteorológica o geográfica, que desde allí pueden observar continuamente una zona específica.

El uso de la órbita geoestacionaria está regulado por el Tratado sobre el Espacio Ultraterrestre, un acuerdo internacional en el que, bajo el auspicio de las Naciones Unidas, los Estados Unidos, el Reino Unido y la Unión Soviética impulsaron la prohibición de las pruebas de armas de destrucción masiva en el espacio y la limitación del uso de la Luna y los demás cuerpos celestes a fines pacíficos. El tratado, firmado por Colombia el 27 de enero de 1967, aunque no ha sido ratificado, estipula que ningún país puede proclamar la soberanía sobre el espacio exterior o sobre cualquier cuerpo celeste.

En 1976, representantes de Ecuador, Colombia, Brasil, Congo, Zaire (hoy República Democrática del Congo), Uganda, Kenia e Indonesia se reunieron en Bogotá y firmaron una declaración en la que reclamaban el control del segmento de la órbita geoestacionaria sobre el territorio de cada país. Las reivindicaciones en la que se conoce como la Declaración de Bogotá se consideran una violación al Tratado sobre el Espacio Ultraterrestre y no tienen reconocimiento internacional, aunque quedaron registradas en reclamaciones territoriales, como, por ejemplo, el artículo 101 de la Constitución Política de Colombia.

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Un concepto presentado por la procuradora general, Margarita Cabello, a la Corte Constitucional en 2022 manifiesta que “en el escenario internacional, el Estado colombiano ha rechazado la tesis conforme a la cual la órbita geoestacionaria es parte del espacio ultraterrestre”. A diferencia de Indonesia, que tiene satélites de comunicaciones en órbita desde 1976, y Brasil, que ubicó al Brasilsat A1 en la órbita geoestacionaria en 1985, la reclamación de Colombia no se basa en una presencia espacial continuada sino en las definiciones del tratado.

A pesar de los recientes esfuerzos de la Fuerza Aeroespacial ubicando el microsatélite FACSAT 2 en una órbita inferior, no existe una política espacial en Colombia. Otras naciones en desarrollo como Argentina (34 satélites en operación), México (8) o Argelia (5) han reconocido los beneficios de los satélites en la vida de sus ciudadanos, por ejemplo, brindando comunicación a millones, alertando sobre amenazas meteorológicas en tiempo real y siguiendo los efectos del cambio climático, como la subida de los mares, el cambio en los niveles de humedad y los incendios forestales. Sin embargo, la Vicepresidencia de la República, la institución encargada de los asuntos espaciales desde la Constitución de 1991, ha brillado por su falta de liderazgo en la materia. Nuestra política es comprar lo que nos ofrecen otros. Y entonces, una parte del cielo nos pertenece, pero seguimos repitiendo el estribillo de aquella canción del Puma: “Dueño de ti. ¿Dueño de qué? Dueño de nada”.

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Por Juan Diego Soler

Doctor en Astronomía y Astrofísica en la Universidad de Toronto, Canadá. Investigador científico del Instituto de Astrofísica Espacial y Planetología en Roma, Italia. Autor de los libros “Relatos del confín del mundo (y el universo)” y “Lejos de casa”. Escribe sobre ciencia para El Espectador desde 2011.
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