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Juan Diego Soler
En una noche muy despejada, lejos del resplandor de las ciudades, el ojo humano puede distinguir unas mil estrellas a simple vista. Si no me cree, puede contarlas, como lo hicieron durante milenios nuestros ancestros. Primero por curiosidad. Después, para marcar el paso del tiempo. Y cuando los navíos se aventuraron lejos de las costas, los mapas con los que guiaron sus rutas a través de océanos desconocidos estaban escritos en los puntos luminosos en el cielo.
Hace 350 años, el Real Observatorio de Greenwich fue creado por orden del Rey Carlos II de Inglaterra con un objetivo práctico: reducir los naufragios. En aquella época, los navegantes no disponían de ningún medio preciso para determinar su posición cuando se encontraban lejos de la costa. Observando el sol o las estrellas podían conocer su latitud (posición norte-sur), pero no su longitud (posición oriente-occidente). Como consecuencia, muchas embarcaciones perdían el rumbo y chocaban contra las rocas, como sucedió el 22 de octubre de 1707, cuando cuatro buques de guerra de la Marina Real británica naufragaron frente a las islas Sorlingas dejando más de 1.400 marineros muertos. El objetivo del observatorio astronómico era elaborar detallados catálogos de la posición de las estrellas para determinar la longitud en alta mar.
Antes de Greenwich, el mejor catálogo estelar era el del danés Tycho Brahe, el último gran astrónomo antes de la invención del telescopio. Con una partida real de 100 libras al año (unos 103 millones de pesos de hoy), John Flamsteed se convirtió en 1675 en el primer Astrónomo Real, con la responsabilidad de compilar los catálogos más completos de estrellas, y construir el observatorio con los “ladrillos sobrantes del fuerte de Tilbury”, y la madera, hierro y plomo de una caseta demolida de la Torre de Londres. Noche tras noche, el Astrónomo Real se exponía a los elementos para mirar a los cielos con su telescopio. Su catálogo de tres mil estrellas, el Atlas coelestis publicado en 1729, a una década de su fallecimiento, se convirtió en el mayor atlas estelar publicado hasta entonces. El problema de la longitud se resolvió con la invención del cronómetro marino, un fiable reloj inventado por John Harrison para que cada barco llevara el registro de la hora en el observatorio de Greenwich durante todo el viaje. Pero los catálogos de estrellas continuaron siendo herramientas fundamentales para saber qué es lo que vemos en el cielo nocturno.
Hace 175 años, los astrónomos empezaron a registrar sistemáticamente el firmamento en placas fotográficas. Hace 50 años, los sensores digitales convirtieron la luz registrada por los telescopios en señales electrónicas sencillas de almacenar. Entonces la atmósfera fue el límite. En 1989, la Agencia Espacial Europea (ESA) lanzó Hipparcos, el primer experimento espacial dedicado a la medición exacta de las posiciones de los objetos celestes, que produjo un catálogo de las posiciones de 2.5 millones de estrellas. Su sucesor, la misión Gaia, registró la posición y el movimiento de 1.59 miles de millones de objetos astronómicos (en su mayoría estrellas).
El pasado miércoles, 15 de enero, Gaia realizó su última observación. Después de 11 años y 27 días en el espacio, inició el proceso para agotar sus fuentes de energía y terminar sus días en silencio en una órbita lejana alrededor del Sol. Nos deja como legado un atlas tridimensional de las posiciones y los movimientos de las estrellas con los cuales intentamos reconstruir la historia de nuestra galaxia. Por algunos años, hasta la siguiente misión (todavía sin confirmar) cerramos los ojos a tantas luces en el cielo. Seguimos contando estrellas, como lo hicieron durante milenios nuestros ancestros.
