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El viaje más lejano emprendido por los humanos fue a la Luna, nueve veces entre 1968 y 1972, a unos 384 mil kilómetros de la Tierra, el equivalente a 320 veces la distancia entre Bogotá y San Andrés, el vuelo nacional más largo. Lo más lejos que ha llegado una sonda no tripulada es a unas 167 veces la distancia entre la Tierra y el Sol, en donde hoy se encuentra la sonda Voyager 1 tras 47 años, 7 meses y 21 días de viaje. La estrella más cercana al Sol está 1.600 veces más lejos. Por eso, estudiar planetas fuera del Sistema Solar es difícil. Y por eso el presunto hallazgo de señales de vida en uno de ellos, como el reportado la semana pasada, debe tomarse con una justa medida de asombro y escepticismo.
Actualmente, es imposible estudiar planetas por fuera del Sistema Solar (exoplanetas) con misiones tripuladas o robóticas. Los especialistas en esa rama de investigación dependen de la luz que viene de esas regiones del espacio. Los colores de la luz guardan una huella de la composición de los objetos que atraviesan. La palabra “color” es apenas una manifestación de una propiedad de la luz que se llama longitud de onda y, como hay muchas más longitudes de onda que las que el ojo humano puede percibir como un color, los investigadores usan otra palabra para referirse a ese conjunto continuo de colores de luz: espectro.
A simple vista, la manifestación más sencilla de un espectro es el arcoíris que se forma en las manchas de aceite, en la superficie de las burbujas de jabón o en el cielo tras la lluvia. Los especialistas utilizan prismas y otros instrumentos ópticos más sofisticados para descomponer la luz en espectros, pero el principio es similar: un arcoíris en el que, con suficiente resolución, comienzan a revelarse unas bandas oscuras. Esas bandas son la impronta de los elementos y compuestos químicos. Gracias a ellas sabemos que el Sol y las estrellas están compuestas de hidrógeno, helio y otros elementos que también existen en la Tierra.
Para estudiar las señales de vida en un planeta por fuera del Sistema Solar hacen falta tres ingredientes. Primero, un telescopio grande acoplado a un aparato para producir espectros muy precisos. Para no confundir la señal proveniente de otro planeta con la huella de nuestra propia atmósfera, el telescopio debe estar en el espacio. Ese instrumento existe, se llama Telescopio Espacial James Webb (JWST) y observa el firmamento desde 2022. Segundo, hace falta un exoplaneta que pueda ser observado a contraluz de su estrella para registrar en el espectro las huellas de la composición de su atmósfera. El planeta en la noticia fue descubierto en 2015, se llama K2-18b y orbita alrededor de una tenue estrella a 124 años luz del Sol. El tercer ingrediente es el más complejo: una huella indiscutible de actividad biológica en esa atmósfera.
Los astrónomos de la Universidad de Cambridge anunciaron que habían registrado con el JWST la luz que atravesó la atmósfera de K2-18b. En ella encontraron la huella de dióxido de carbono (CO2), metano (CH4) y dimetilsulfuro, el compuesto que el fitoplancton produce en los océanos terrestres. La tentación de llamarlo una posible señal de vida en un planeta lejano fue irresistible. Sin embargo, el dimetilsulfuro ha sido encontrado antes en el espacio entre las estrellas, y las moléculas del carbono pueden producirse sin necesidad de que existan formas de vida. Eso no cabe en el titular, no cabe en el tiempo que tiene un periodista para preparar la noticia, ni en la formación que tiene un profesor para explicarlo a sus alumnos más curiosos o ni en el instante que nos regala quien ojea las noticias de ciencia como quien lee un horóscopo. Ojalá quepa en alguna parte, explicado en nuestro idioma y con nuestras palabras, si no queremos resignarnos a que sean otros quienes tengan el privilegio de aprender del universo.
