En alguna parte de los 12 tomos de sus Obras Completas que antes la gente tenía el buen vicio de leer —porque son una delicia, una antología magistral de la astucia y de la mala leche—, don José Ortega y Gasset cuenta de un amigo de su papá que en cambio no leía nada, ni las cartas en los restaurantes.
Pero iba a las tertulias literarias de Madrid, el pobre, y sentía una gran fascinación cuando sus contertulios le hablaban de Kant o de Cervantes, o de los versos de Quevedo al mar y a la nariz.
Total que un buen día, con tenacidad e inspirado por la conversación de sus amigos, el tipo se embarcó en el proyecto de su vida, que consistía, no en leer a los grandes clásicos del pensamiento occidental, sino en escribirlos él mismo. Así como suena. Se hablaba en la tertulia de Macbeth o de Fausto, y este hombre llegaba a su casa, en la noche, a escribir el libro que se le ocurriera con tales títulos. Cualquier libro. A los 3 años ya tenía una biblioteca envidiable, poblada por la Divina Comedia y la Crítica de la Razón pura, las Mil y una noches y Romeo y Julieta; todos los tomos empastados en cuero, con las letras doradas sobre el lomo. Todos los tomos escritos por él, quien era a la vez el autor y el único lector de toda la (su) literatura universal.
Es que a veces la originalidad no importa, cuando se trata de vivir. Todos sabemos, por ejemplo, de la famosa Donación de Constantino (según el texto del Pseudo Isidoro), un documento que la Iglesia Católica usó durante siglos para justificar su acción política y temporal en los dominios occidentales y ultramarinos de la Cristiandad. En ella, Constantino el Grande le daba al Papa Silvestre I, como herencia, la posesión de Roma y el Occidente, incluyendo las islas y las almas que estuvieran en el mar. Y la Iglesia no ahorró centavos en cumplir con la voluntad del César, invocándola incluso para la entrega de América, de la mano de un Papa español, a los Reyes Católicos.
Pues hoy sabemos que la Donación de Constantino se escribió cuatro siglos y medio después de Constantino —que la habría usado para limpiar su espada—, y que fue una estrategia de la curia italiana para frenar y compartir el apetito territorial de los señores germanos en el siglo VIII. Luego la cosa quedó gustando, y ya era muy tarde para fijarse en detalles, en minucias.
Hombre: si hasta la Biblia figuraba en la biblioteca del amigo del papá de Ortega.
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