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Sé de muchos “científicos sociales” (y pensar que alguna vez se hablaba de las “ciencias del espíritu”: ¡ah tiempos crueles y reaccionarios aquellos!) que desprecian a quienes hacen lo que se suele llamar la “divulgación”, es decir la difusión masiva, y en muchos casos irresponsable y feliz, de las profundas revelaciones que la Ciencia ofrece sólo en sus cenáculos para iniciados.
Tal prevención tiene, a mi juicio, varias causas, desde la vanidad más rigurosa (claro) hasta el interés muy noble por que la seriedad del método no se vea empañada por la ligereza, por invenciones que son muy gratas, sí, pero también muy superficiales y muy vulgares. Temen los científicos que el mito, y no la evidencia, termine por convencernos a todos, y que la gente salga a confundir los ratos agradables de la radio con el conocimiento y la verdad. Temen que no entendamos, ni formulemos siquiera, los problemas de la historia o la sociología, por andar pensando en la nariz de Cleopatra más que en las estructuras culturales o económicas que condicionaban al sujeto en un momento concreto de su destino.
En fin: el asunto no es nuevo (lo trataron Jenofonte y Platón, según el ensayista latino Lucio Ampelio), ni tampoco tan simple como para separar a las manzanas de los gusanos. Porque en últimas es una tontería confundir la naturaleza de las cosas con su calidad, y creer que el único conocimiento válido, y verdadero, es el que se expresa con los gestos masónicos del lenguaje académico.
Lo repito: la calidad de las cosas no depende de su lugar ni de su condición. Hay divulgadores que además de seducir alcanzan una erudición y una profundidad inobjetables, y en cambio hay científicos de laboratorio, muy célebres e indexados, que a pesar de su método son incapaces de decir algo importante, y aun de decir algo, cualquier cosa. Braudel, por ejemplo, escribió una historia de las civilizaciones para los adolescentes franceses, y Lampedusa, que era un novelista póstumo y magistral, una historia de la literatura inglesa mejor que la que habría escrito cualquier scholar de Oxford.
Digo esto luego de leer el libro “La hija de Galileo”, de Dava Sobel. Pura divulgación, pero de un conocimiento maravilloso de la vida azarosa de Galileo Galilei y la de su hija María Celeste, que decidió llamarse así, cuando entró al convento, por la Virgen y la astronomía. Su padre la hizo monja porque no tenían dinero en la familia, pero nunca dejó de escribirle ni de amarla. “Preferiría estar contigo, y no mirando a las estrellas, que son el mapa de mi perdición” le dijo en una carta, el gran científico.
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