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Mestiza

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Juan Esteban Constain
14 de octubre de 2009 - 03:20 a. m.
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Durante el largo fin de semana que apenas termina, se cumplió un aniversario más del llamado Descubrimiento de América: 517 años de cuando las  tres naves castellanas —dos carabelas y una nao de diseño  portugués— avistaron la Isla de Guanahani luego de un terrible viaje en el que hasta la brújula de Colón se enloqueció.

Y como siempre, la conmemoración de la fecha dio para todo, incluso hasta para olvidarla a instancias del fútbol y su guadaña implacable, la cual se ha convertido en el mejor indicador de la Civilización contemporánea: subdesarrollados son los países que no van al Mundial, y punto. Y está bien que así sea, porque hasta los romanos tenían lo suyo, y en sus ratos de grandeza se dedicaban al Harpastum: un juego con la pelota lleno de sangre y de vigor, y de clase, cuyos puntos se contaban, a veces, por el número de  heridos tendidos en el campo de juego. Decía el gramático Julius Pollux (con su acento egipcio cultivado en Alejandría; varios vinos habían visitado su cabeza esa tarde): quien no pueda dominar una pequeña bola, no merece ganar una guerra. Eran tiempos terribles aquellos, como siempre.

Lo cierto es que, partidos y eliminaciones aparte, la fecha del 12 de Octubre sirve para las más variadas causas. Desde la celebración de más de 500 años de lucha y resistencia indígenas en América, hasta la exaltación, cada vez más vergonzante, de lo que significó para Occidente su encuentro con un nuevo mundo que hasta la víspera sólo aparecía en los delirios cartográficos, y literarios, de unos italianos y unos judíos y unos islandeses.

Y todo hay que decirlo. Primero, que la herencia indígena de nuestro continente no es un lastre sino uno de sus rasgos culturales más valiosos y evidentes, cuya preservación pasa precisamente por el reconocimiento, sin demagogia ni violencia, de la lengua y los valores, y la supervivencia, de muchísimos pueblos que fueron capaces aun de soportar el proyecto “civilizador”, no sólo de España, sino del terrible siglo XIX con sus próceres y su libertad, con su idea brutal del Progreso y de la igualdad.

Pero también hay que decir (segundo), que ese Occidente que vino no era sólo el de la barbarie y la intolerancia y el saqueo, sino también el de una tradición mestiza que además del cristianismo traía consigo todo el acervo del Mediterráneo: lo árabe, lo persa, lo griego, lo latino, lo fenicio, lo provenzal, lo judío. Lo hispánico, en fin, que hoy también nos incluye a nosotros, querámoslo o no.

Y fue terrible el encuentro, claro. Pero esa es la historia, que no es ni franquista ni republicana, sino como es. Humana, brutal y maravillosa.

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