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John Lennon solía decirle a su tía Mimi Smith, que lo crió como a un hijo: “cuando sea famoso y rico, estos bastardos no te van a dar más quejas de mí en el barrio”.
Luego sacaba la guitarra, y hacía que todas las canciones de Rock o de Skiffle que había escuchado en la vida —tenía 17 años y era un truhán— le cupieran en los únicos tres acordes que se sabía. Algún día, en alguna parte, alguien lo iba a descubrir.
Paul McCartney, en cambio, era un tipo tranquilo y feliz. También se le había muerto la mamá, como a John, pero no por eso insultaba a los borrachos del puerto en Liverpool, ni se había hecho un nombre de espanto entre sus amigos con los pantalones de cuero y el cigarrillo, y las manos al acecho de cuanta joven cruzara por las calles de Woolton. No. Él cantaba como Little Richard, y además de saberse los mismos tres acordes podía también afinar la guitarra, que para la época era un talento deslumbrante que ninguno de sus contemporáneos había alcanzado todavía.
Ivan Vaughan los presentó, a John y a Paul, en el verano de 1957: fue en un festival de parroquia, y allí, esa tarde entre cervezas y viejitos ingleses comprando la muerte a crédito, tocaron juntos por primera vez los dos más grandes autores del siglo XX, que además lo redimieron, con su música, de ser un siglo a un tiempo infame y aburrido, de cuya borrachera es probable que el mundo no se levante jamás.
Luego se unió George, y Stuart Sutcliffe y el pobre Pete Best, al que los Beatles echaron —según ellos por mal baterista, según él por envidia, claro— justo antes de cruzar la última esquina y alcanzar la fama. Era 1962 y Juan XXIII acababa de excomulgar a Fidel Castro; Colombia, extrañamente, había clasificado al Mundial de Fútbol. Entonces entró a la banda Ringo Starr, con sus grandes anillos y sus patillas de hombre hecho y derecho; aún con el pelo hacia atrás, sin el corte que sus compañeros le robaron a la fotógrafa alemana Astrid Kirchner. Así sale Ringo en la cubierta del primer álbum de la banda, “Please Please me”.
Era 1962 (Juan XXIII, como para compensar los ánimos, abría el Concilio Vaticano II): el primer gran año de los Beatles, y el inicio de su amor eterno con la humanidad. En enero la banda había hecho una audición para Decca Records. Los rechazaron. Dick Rowe le dijo a Brian Epstein: “Los grupos con guitarras van a desaparecer. Los Beatles no tienen el menor futuro”.
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