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Hace casi cuatro meses, Javier Marías escribió (otra vez, por suerte) una columna sobre Venecia, una de las ciudades de sus amores y en la que el novelista vivió por largo tiempo, aunque fueran sólo nueve meses y siempre yendo y viniendo, con un pie en Madrid o en Oxford y el otro en las aguas de la laguna que corren bajo la Academia.
Y digo que por largo tiempo y nueve meses —fundiendo así, quizás, la idea de la eternidad con las rayas de las matemáticas sobre la arena— porque lo que dice Marías en su maravilloso artículo es precisamente eso: que hay ciudades tan bellas y tan entrañables y tan nuestras, que en ellas el tiempo y el espacio se disuelven, y cuando las vemos por primera vez, parecería más bien que estamos regresando, que siempre estuvimos allí, que hay algo de nosotros perdido entre sus muros.
Es por supuesto un asunto retórico, pero no por ello (al revés) menos cierto: en Nueva York, en Samarcanda, en Buenos Aíres o en Constantinopla, en Roma, la gente, o alguna gente, debe de tener esa extraña idea cuando las ve por primera vez: la de haber estado allí antes, a veces toda la vida.
Y Venecia, o Venezia o Venesia como le dicen los venecianos, es sin duda una de esas ciudades eternas y de todos los hombres, y no solamente de sus habitantes ni de sus ocupantes transitorios e histéricos, los turistas, los miles de turistas que en vez de ver los sitios apenas ven la pantalla de su cámara; ése es el mundo para ellos. Y allí la eternidad es todavía más fuerte —duro pedazo de mármol sobre el mar—, y nos la recuerdan sus aguas, que en primavera y al final del otoño desbordan los canales para encontrarse con la gente en el mercado o en las iglesias, sobre la plaza de San Marcos, que por las noches cuida de los borrachos y sus buenas madres.
Venecia está construida sobre pedazos de palo; eso es algo que no siempre se dice con la debida admiración. Y fue durante siglos el centro del mundo, y en sus calles (que muchas se llaman así, a la española: calle de los puños, calle de los pescadores) se encontraron, para siempre, el Oriente y el Occidente.
Nota: Por distintos proyectos personales, esta columna aparecerá sólo hasta hoy. A El Espectador y a don Fidel Cano y todo su equipo, mi gratitud infinita por el espíritu liberal; también a Angélica Lagos y Juan Camilo Maldonado, que me dieron esta oportunidad única y me enseñaron tanto. Y al desocupado lector, mi abrazo.
