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Lo sucedido con la comunidad Emberá en Bogotá hace un par de días es un episodio más de la triste desolación indígena. Como bien lo afirma en su columna Gonzalo Mallarino, “la rabia de los Emberá tiene 500 años”, y la historia tiene cómo demostrarlo. Y es que no solo se trata de la Conquista y de las repetidas prácticas excluyentes e impositivas durante la Colonia; también se trata de esa perenne intención política entre los siglos XIX y XXI de menospreciar todo lo que no fuera de raza “blanca”.
La discriminación racial en Colombia tiene una historia bien definida y salvo algunas excepciones, siempre hubo una tendencia a creer, como lo muestra el historiador Jorge Orlando Melo en su libro Historia Mínima de Colombia, que los blancos de origen europeo tenían más valor que los demás y que “solo la inmigración de razas superiores permitiría el progreso, como argumentaron varios letrados entre 1918 y 1928″ (p. 99). A esto se le suma la ignorancia de políticos como Laureano Gómez, quien hizo ver las “razas colombianas” como un problema.
Esas visiones nunca se fueron del todo de nuestro imaginario social y cultural. Lo que empezó siendo una tendencia, acabó perdurando en el tiempo, se convirtió en una mentalidad, y terminó subyugando a los pueblos indígenas y a una gran parte de la población afrocolombiana. Por desgracia, esa historia no ha terminado y la idea de superioridad en términos de “raza” sigue rondando los espíritus de muchos compatriotas que no han logrado entender que el territorio de la Colombia de hoy pertenecía a las culturas prehispánicas y que es un milagro y una inmensa suerte que aún haya indígenas vivos. Por desgracia, no hemos sido capaces de aprender a respetar nuestra diversidad. Esa misma diversidad de la cual solemos vanagloriarnos en gestas deportivas y que llena nuestra sociedad de ritmos musicales, tendencias y maneras de ver la vida en un mismo país.
Por supuesto, nada justifica la violencia y no es justo que esos pobres policías hayan pagado los platos rotos de tantos años de injusticia y discriminación. Sin embargo, no podemos olvidar que el conflicto armado colombiano le ha dado la estocada final a una comunidad como la Emberá, y lo que hoy parece un problema de actualidad, ya se estaba viviendo hace casi 20 años.
Corre el año 2005 y recuerdo estar en un edificio de apartamentos en la Avenida Caracas entre la 19 y la 26, apoyando a un equipo de la Secretaría Distrital de Integración Social a instalar familias enteras de esta comunidad desplazadas por la violencia. En el par de horas que duró esa instalación, que más bien tenía cara de desalojo, alcanzó a llegar un carro de Naciones Unidas, cuyos ocupantes miraban atónitos la tristeza desbordante de esos seres humanos, acostumbrados a la libertad, hacinados en un vetusto y terrorífico inmueble de una inhóspita Bogotá. Recuerdo también la preocupación de todos los presentes por el futuro de esas personas y nuestra incapacidad para ayudarles realmente.
Desde entonces muchas de esas políticas, en su mayoría bien intencionadas, no han logrado cubrir las necesidades de estas comunidades; lo que sigue generando resentimiento y desconfianza. Para entender y transformar esos conflictos sociales de manera no violenta, es importante tener presente el peso de la historia y empezar reconociendo todo lo que se ha hecho mal. Tenemos mucho que aprender de los pueblos indígenas y se está haciendo tarde para valorar su sabiduría.
@jfcarrillog
