Siempre se nos ha enseñado que hacer trampa no conduce a nada bueno. Se trata de uno de esos preceptos éticos que se inculcan en todas partes y con los que crecemos desde muy pequeños. Sin embargo, en algún punto lo aprendido se va olvidando y lo que antes era prohibido e inimaginable se convierte en un hábito, se realiza con cierta facilidad y se vuelve tan maleable que se empieza a reproducir con frecuencia: primero en juegos sin importancia, luego en situaciones más serias, después en actos de corrupción que, como en el caso de Alan García, terminan en tragedia.
El que esté libre de haber hecho trampa alguna vez en su vida que tire la primera piedra. Es difícil pensar que nadie, nunca, haya tenido siquiera la tentación de copiar en un examen, de irrespetar una norma de tránsito, de decir una que otra mentira (¿piadosa?) con hálito de engaño para darle vuelta a una situación problemática. Todo lo anterior es reprochable, pero aún así se podría llegar a entender en un contexto específico. No obstante, el que se pueda entender no significa que no se trate de una acción incorrecta que termine afectando la vida de los demás así sea de manera indirecta. El problema en el fondo es cómo la trampa tiene repercusiones en el otro, se apropia de los esfuerzos ajenos, los humilla y los termina reduciendo a nada.
En el contexto profesional y académico actual se ha vuelto de moda tener doctorados para engrosar “intelectualmente” la hoja de vida y poder vanagloriarse del título en cualquier esquina. Así, hay personas que viven felices de que las llamen “doctor” de verdad y se van pavoneando de un lado para otro con su título debajo del brazo. Esa estúpida necesidad de tener un doctorado porque sí ha llevado en los últimos años a que las personas hagan algún tipo de trampa para conseguirlo. Por lo menos, consuelo de tontos, esto no es propio de nuestra cultura: algunos políticos en Alemania han sido pioneros en la materia. Por desgracia, sacar un doctorado de la nada parece ir de la mano con el “desarrollo” y son varias las estrategias que han puesto en práctica unos y otros para lograrlo.
Los más discretos buscan la solución más fácil e intentan escribir lo menos posible para salir del tema rápido sin importar la calidad de lo que están haciendo y terminan negociando de alguna manera con su director de tesis para que esto suceda. En esa línea se encuentran también las famosas tesis doctorales profesionales, cuyo proceso de elaboración es tan corto que parece una broma de mal gusto. Otros contratan a un equipo de estudiantes necesitados y más inteligentes que ellos para que dejen el trabajo listo para la firma. Los más atrevidos van directo al grano y sucumben ante la facilidad del plagio como si fuera poca cosa. Este último se puede dar al menos de dos formas: retomando textos de estudiantes que trabajaron en algún momento para el autor o simplemente copiando y pegando cualquier cosa que esté volando en Internet. Finalmente, los que quedan sin recursos para efectuar la trampa, terminan haciendo fila en organizaciones que venden doctorados ‘honoris causa’ como pan caliente o hasta se inventan que tienen el diploma sin ningún tipo de vergüenza.
Lo que está sucediendo con el actual ministro de Vivienda va en línea con todo lo anterior. Aunque aún no hay nada definido y la Universidad de Tilburgo está hasta ahora investigando el presunto caso de plagio, el estudio parece ser, a vuelo de pájaro, lo suficientemente serio para identificar que algo no va bien. Por el momento, y haciendo uso de su legítima defensa, el ministro ha intentado insinuar su participación como coautor en los textos y gráficos que presentó en su trabajo de doctorado. Sin embargo, el hecho de haber dirigido los trabajos de donde proviene ese material no lo convierten en coautor y mucho menos le da el derecho de utilizarlos como si fueran propios. No tengo nada en contra del señor Malagón y espero por su honra que Tilburgo no confirme las acusaciones actuales. Sin embargo, si se confirma lo peor y si este gobierno tiene un poco de dignidad, lo mínimo sería que el ministro renunciara o lo hicieran renunciar, y que por supuesto se quedara sin el título.
Este caso no es único en el país y si retumba tanto es porque se trata de un ministro. En ese sentido, no sobra estar pendiente de otros plagios: es importante utilizar todos los mecanismos existentes para identificarlos a tiempo y actuar en consecuencia con los responsables. Lo que debemos evitar a toda costa es que impere la ley del silencio y que se minimice el impacto de este flagelo en una sociedad como la nuestra. Doctores sí, pero no a cualquier precio.
@jfcarrillog
Siempre se nos ha enseñado que hacer trampa no conduce a nada bueno. Se trata de uno de esos preceptos éticos que se inculcan en todas partes y con los que crecemos desde muy pequeños. Sin embargo, en algún punto lo aprendido se va olvidando y lo que antes era prohibido e inimaginable se convierte en un hábito, se realiza con cierta facilidad y se vuelve tan maleable que se empieza a reproducir con frecuencia: primero en juegos sin importancia, luego en situaciones más serias, después en actos de corrupción que, como en el caso de Alan García, terminan en tragedia.
El que esté libre de haber hecho trampa alguna vez en su vida que tire la primera piedra. Es difícil pensar que nadie, nunca, haya tenido siquiera la tentación de copiar en un examen, de irrespetar una norma de tránsito, de decir una que otra mentira (¿piadosa?) con hálito de engaño para darle vuelta a una situación problemática. Todo lo anterior es reprochable, pero aún así se podría llegar a entender en un contexto específico. No obstante, el que se pueda entender no significa que no se trate de una acción incorrecta que termine afectando la vida de los demás así sea de manera indirecta. El problema en el fondo es cómo la trampa tiene repercusiones en el otro, se apropia de los esfuerzos ajenos, los humilla y los termina reduciendo a nada.
En el contexto profesional y académico actual se ha vuelto de moda tener doctorados para engrosar “intelectualmente” la hoja de vida y poder vanagloriarse del título en cualquier esquina. Así, hay personas que viven felices de que las llamen “doctor” de verdad y se van pavoneando de un lado para otro con su título debajo del brazo. Esa estúpida necesidad de tener un doctorado porque sí ha llevado en los últimos años a que las personas hagan algún tipo de trampa para conseguirlo. Por lo menos, consuelo de tontos, esto no es propio de nuestra cultura: algunos políticos en Alemania han sido pioneros en la materia. Por desgracia, sacar un doctorado de la nada parece ir de la mano con el “desarrollo” y son varias las estrategias que han puesto en práctica unos y otros para lograrlo.
Los más discretos buscan la solución más fácil e intentan escribir lo menos posible para salir del tema rápido sin importar la calidad de lo que están haciendo y terminan negociando de alguna manera con su director de tesis para que esto suceda. En esa línea se encuentran también las famosas tesis doctorales profesionales, cuyo proceso de elaboración es tan corto que parece una broma de mal gusto. Otros contratan a un equipo de estudiantes necesitados y más inteligentes que ellos para que dejen el trabajo listo para la firma. Los más atrevidos van directo al grano y sucumben ante la facilidad del plagio como si fuera poca cosa. Este último se puede dar al menos de dos formas: retomando textos de estudiantes que trabajaron en algún momento para el autor o simplemente copiando y pegando cualquier cosa que esté volando en Internet. Finalmente, los que quedan sin recursos para efectuar la trampa, terminan haciendo fila en organizaciones que venden doctorados ‘honoris causa’ como pan caliente o hasta se inventan que tienen el diploma sin ningún tipo de vergüenza.
Lo que está sucediendo con el actual ministro de Vivienda va en línea con todo lo anterior. Aunque aún no hay nada definido y la Universidad de Tilburgo está hasta ahora investigando el presunto caso de plagio, el estudio parece ser, a vuelo de pájaro, lo suficientemente serio para identificar que algo no va bien. Por el momento, y haciendo uso de su legítima defensa, el ministro ha intentado insinuar su participación como coautor en los textos y gráficos que presentó en su trabajo de doctorado. Sin embargo, el hecho de haber dirigido los trabajos de donde proviene ese material no lo convierten en coautor y mucho menos le da el derecho de utilizarlos como si fueran propios. No tengo nada en contra del señor Malagón y espero por su honra que Tilburgo no confirme las acusaciones actuales. Sin embargo, si se confirma lo peor y si este gobierno tiene un poco de dignidad, lo mínimo sería que el ministro renunciara o lo hicieran renunciar, y que por supuesto se quedara sin el título.
Este caso no es único en el país y si retumba tanto es porque se trata de un ministro. En ese sentido, no sobra estar pendiente de otros plagios: es importante utilizar todos los mecanismos existentes para identificarlos a tiempo y actuar en consecuencia con los responsables. Lo que debemos evitar a toda costa es que impere la ley del silencio y que se minimice el impacto de este flagelo en una sociedad como la nuestra. Doctores sí, pero no a cualquier precio.
@jfcarrillog