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Y después de mucho trabajo, salió el Informe Final de la Comisión de la Verdad de Colombia. Se trata de un esfuerzo conjunto por intentar entender ese dolor desperdigado por todas partes y durante tanto tiempo. La simple existencia de ese documento debe ser reconocida como uno de los mayores logros de nuestro país. El documento, en una Colombia que todo lo politiza, tendrá acérrimos detractores y hasta negacionistas que intentarán tergiversar muchas de las historias que allí se relatan. También será defendido por muchos a capa y espada como ese referente que nos ha hecho falta para repensar la manera de construir una paz duradera y estable. Habrá que tener mucha paciencia para entender lo que implica tener un texto así en nuestras manos. Habrá que saber estudiarlo y difundirlo como parte de la estrategia educativa de un país que necesita reconciliarse.
En la primera parte del componente Hay futuro si hay verdad, capítulo “Hallazgos y recomendaciones”, bajo el título “La Colombia Herida” (p. 19), se hace la siguiente afirmación:
“Durante estas décadas se han acumulado hechos de violencia, estados de sitio, torturas, secuestros y masacres que inundaron de sangre los campos y la conciencia colectiva. Todo ello conforma una historia fragmentada que buena parte de la sociedad ha vivido como si fuera de otros, o en la que el otro se convirtió en un enemigo para eliminar, no en un adversario con el cual dialogar o negociar.”
En estas cinco líneas de un documento de 896 páginas se resume una buena parte de lo que ha sido esta guerra. La intención sobre la cual está sustentado este párrafo, y que va de la mano con mucho de lo que sucedió durante las elecciones, es la de aprender a dialogar con esa persona que no piensa como uno, la de ver los conflictos como una oportunidad de intercambio y transformación, como un espacio donde la violencia no tiene cabida. El proceso que implica ese aprendizaje es de una complejidad sin precedentes en el caso colombiano y, aunque suene banal, romántico, idealista y hasta trillado, nunca será tarde para intentar ponerlo en práctica. No solo se trata de diferentes maneras de pensar, sino también de todas esas estructuras de poder untadas de narcotráfico y resentimiento que poco les importa la sociedad colombiana.
El reto es colosal y la clave será hacer de este texto una guía para tener la capacidad de reconstruir “las relaciones éticas entre las personas, hasta que ninguna causa esté por encima de la vida y de la dignidad del ser humano” (p. 22). Estamos frente a una oportunidad única para enseñarle a nuestros hijos lo que ha pasado en las últimas décadas, lo que venimos arrastrando generaciones enteras. Es la oportunidad para dejar de lado esa terrible sentencia según la cual los colombianos no tenemos memoria. Un texto de esta magnitud, con sus aciertos y errores, tendrá que formar parte de los currículos educativos a diferentes niveles. Tendrá que llegar a colegios, universidades, instituciones técnicas y tecnológicas, museos, bibliotecas, espacios informales.
Es hora de recomponer lo que hemos sido y entender hasta dónde se ha llegado para no reproducirlo de nuevo. Pero como todo, esto no se logrará si no se cree en ello, si no se toma en serio, si no existe una iniciativa real de cambio. Esto no significa que un documento vaya a cambiar la dinámica violenta de todo un país, pero puede que sea un inicio. La responsabilidad no recae en el presidente de turno, o en el presidente electo. La responsabilidad es de todas y todos. No se trata tampoco de leer el texto de A a Z como si se leyera una novela. Se trata de tenerlo a la mano, analizarlo de cerca, interiorizarlo en la memoria colectiva de lo que somos. No es una tarea fácil, pero tampoco lo ha sido llegar hasta acá.
@jfcarrillog
