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                                                                                                                              La triste guerra que no para

                                                                                                                              Los últimos asesinatos de líderes sociales y campesinos perpetrados en Colombia son una prueba fehaciente de una guerra que no para. Ni el virus, ni el confinamiento, ni las distracciones jurídicas de los últimos días han dado tregua a los asesinatos selectivos de aquellas personas que desde sus parcelas y comunidades andan buscando de manera desesperada destellos de paz.

                                                                                                                              Desde que empezaron estas masacres, el gobierno no ha tenido la suficiente entereza para responder por lo que está pasando y asumirlo como una de sus prioridades. Para colmo de males, la llegada del virus parece haberle caído al gobierno como anillo al dedo para justificar y esconder su pasividad en relación con este tema. Pero como la guerra no para y no da ni un respiro a los que la están viviendo de cerca, el tiempo de las masacres no se detiene y, por el contrario, arrasa lentamente con todo lo que se cruza en su camino.

                                                                                                                              Ver a esos familiares llorar frente a los féretros de sus seres queridos debería alertarnos, una vez más, del delicado y salvaje presente que estamos viviendo en tiempos de pandemia. Pero como una gran parte de nuestra vida ha girado en torno a esas imágenes, hemos perdido casi del todo la capacidad de asombrarnos frente al dolor ajeno provocado por actos violentos. Hemos aprendido a pasar todos los días la página de esa historia llena de sangre, la cual se perennizó sin que nos diéramos cuenta y hoy nos tiene sumidos en una modorra existencial que ya ni siquiera nos afecta.

                                                                                                                              ¿Cómo recuperar algo de la sensibilidad que nos queda como seres humanos para sentirnos empáticos con lo que está pasando? El problema es que si antes de la pandemia ya nos costaba trabajo pensar en el otro, ahora resulta casi imposible. Al estar todos pensando en el comienzo de la “nueva” normalidad, seguiremos dejando de lado la “vieja” violencia; y la primera nunca se hará realidad si la segunda sigue llevando la batuta de nuestra vida cotidiana. Podremos inventarnos lo que sea para no pensar en esa violencia, pero mientras siga ahí, seguiremos siendo un país donde la vida, y el sentido que le damos como sociedad, no vale prácticamente nada.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Cada uno de nosotros ha vivido esta guerra de manera diferente y no podemos olvidar que esto sigue con o sin FARC. Olvidarlo todo o protegernos demasiado solo prolongará la agonía de este maldito país que tanto queremos. Como lo explica con claridad Sara Lopera en un artículo publicado a principios de junio en La Silla Vacía, “la pandemia aleja a los campesinos un poco más de avanzar en la implementación del Acuerdo de Paz, pero los mantiene en medio de la misma guerra que desde hace dos años los tiene viviendo con miedo”.

                                                                                                                              Aunque la solución a los efectos perversos de esta guerra se sale de nuestras manos, debemos por lo menos sentir algo de indignación. Mantener y realzar ese sentimiento nos hará volver a una cierta empatía con las víctimas directas de las masacres. Nuestros gobernantes han sido incapaces de frenar este huracán y nosotros hemos sido incapaces de demostrarles que estamos cansados y doloridos. Tenemos que replantear no solo la manera como se está luchando contra las drogas, como lo sugirió el editorial de EE hace un par de días, sino también la forma como se está estudiando nuestra historia reciente. Nos hace falta conocer mejor todos esos episodios de violencia vividos en los últimos 30 años, como la famosa masacre de El Aro por ejemplo, para empezar a creer que es posible aprender de ciertos errores. Mientras no hagamos ese esfuerzo, seguiremos viviendo en ese oscurantismo que todo lo tapa y olvida para seguir reproduciéndolo.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Los últimos asesinatos de líderes sociales y campesinos perpetrados en Colombia son una prueba fehaciente de una guerra que no para. Ni el virus, ni el confinamiento, ni las distracciones jurídicas de los últimos días han dado tregua a los asesinatos selectivos de aquellas personas que desde sus parcelas y comunidades andan buscando de manera desesperada destellos de paz.

                                                                                                                              Desde que empezaron estas masacres, el gobierno no ha tenido la suficiente entereza para responder por lo que está pasando y asumirlo como una de sus prioridades. Para colmo de males, la llegada del virus parece haberle caído al gobierno como anillo al dedo para justificar y esconder su pasividad en relación con este tema. Pero como la guerra no para y no da ni un respiro a los que la están viviendo de cerca, el tiempo de las masacres no se detiene y, por el contrario, arrasa lentamente con todo lo que se cruza en su camino.

                                                                                                                              Ver a esos familiares llorar frente a los féretros de sus seres queridos debería alertarnos, una vez más, del delicado y salvaje presente que estamos viviendo en tiempos de pandemia. Pero como una gran parte de nuestra vida ha girado en torno a esas imágenes, hemos perdido casi del todo la capacidad de asombrarnos frente al dolor ajeno provocado por actos violentos. Hemos aprendido a pasar todos los días la página de esa historia llena de sangre, la cual se perennizó sin que nos diéramos cuenta y hoy nos tiene sumidos en una modorra existencial que ya ni siquiera nos afecta.

                                                                                                                              ¿Cómo recuperar algo de la sensibilidad que nos queda como seres humanos para sentirnos empáticos con lo que está pasando? El problema es que si antes de la pandemia ya nos costaba trabajo pensar en el otro, ahora resulta casi imposible. Al estar todos pensando en el comienzo de la “nueva” normalidad, seguiremos dejando de lado la “vieja” violencia; y la primera nunca se hará realidad si la segunda sigue llevando la batuta de nuestra vida cotidiana. Podremos inventarnos lo que sea para no pensar en esa violencia, pero mientras siga ahí, seguiremos siendo un país donde la vida, y el sentido que le damos como sociedad, no vale prácticamente nada.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Aun así, la gran mayoría de nosotros vive en la paradoja de protegerse del virus porque ama su vida y la de las personas que lo rodean. Sin embargo, es importante tener claro que las masacres son peores que el virus y que si no se hace nada o casi nada, como ha sucedido en los últimos meses, no podremos dejarles a las futuras generaciones ese mejor país con el que esa gran mayoría de colombianos ha soñado.

                                                                                                                              Cada uno de nosotros ha vivido esta guerra de manera diferente y no podemos olvidar que esto sigue con o sin FARC. Olvidarlo todo o protegernos demasiado solo prolongará la agonía de este maldito país que tanto queremos. Como lo explica con claridad Sara Lopera en un artículo publicado a principios de junio en La Silla Vacía, “la pandemia aleja a los campesinos un poco más de avanzar en la implementación del Acuerdo de Paz, pero los mantiene en medio de la misma guerra que desde hace dos años los tiene viviendo con miedo”.

                                                                                                                              Aunque la solución a los efectos perversos de esta guerra se sale de nuestras manos, debemos por lo menos sentir algo de indignación. Mantener y realzar ese sentimiento nos hará volver a una cierta empatía con las víctimas directas de las masacres. Nuestros gobernantes han sido incapaces de frenar este huracán y nosotros hemos sido incapaces de demostrarles que estamos cansados y doloridos. Tenemos que replantear no solo la manera como se está luchando contra las drogas, como lo sugirió el editorial de EE hace un par de días, sino también la forma como se está estudiando nuestra historia reciente. Nos hace falta conocer mejor todos esos episodios de violencia vividos en los últimos 30 años, como la famosa masacre de El Aro por ejemplo, para empezar a creer que es posible aprender de ciertos errores. Mientras no hagamos ese esfuerzo, seguiremos viviendo en ese oscurantismo que todo lo tapa y olvida para seguir reproduciéndolo.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Ver todas las noticias
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