Desde hace mucho tiempo, trabajar en desarrollo en otras latitudes es una actividad que no deja de ser cuestionada. La idea según la cual países considerados como “ricos” despliegan en países considerados como “pobres” toda una serie de ayudas económicas y humanas ha sido y seguirá siendo objeto de controversia. Y es que ni siquiera se trata de una cuestión de intenciones, porque en la mayoría de los casos estas últimas se pueden considerar como buenas, sino de la forma como en algunas ocasiones se utilizan los recursos y como se mide el impacto del trabajo que se está haciendo.
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Desde hace mucho tiempo, trabajar en desarrollo en otras latitudes es una actividad que no deja de ser cuestionada. La idea según la cual países considerados como “ricos” despliegan en países considerados como “pobres” toda una serie de ayudas económicas y humanas ha sido y seguirá siendo objeto de controversia. Y es que ni siquiera se trata de una cuestión de intenciones, porque en la mayoría de los casos estas últimas se pueden considerar como buenas, sino de la forma como en algunas ocasiones se utilizan los recursos y como se mide el impacto del trabajo que se está haciendo.
En el último año, mi experiencia de trabajo en Kenia, un país muy acostumbrado a este tipo de iniciativas, ya sea por su potencial económico en la región o por ser sede de las Naciones Unidas y de otras organizaciones internacionales, me ha hecho ver una realidad que es difícil aceptar. A pesar de los esfuerzos de muchos por ayudar a construir un mejor país, tal como sucede también en Colombia, las estructuras de desarrollo que vienen de afuera tienden a cometer ciertos errores que empañan el trabajo realizado a conciencia.
He visto, por ejemplo, como algunas organizaciones ofrecen contratos millonarios a expertos extranjeros para que trabajen en estructuras locales, sin tener claros los beneficios de esas contrataciones. Así le sucedió a una conocida que terminó metida en una organización cuya directora de origen keniano decidió hacerle la vida imposible al reducir su trabajo a tareas administrativas puntuales, muy alejadas de sus capacidades reales y de su intención de sacar la organización adelante. Así, y pese a manifestar estos problemas con su responsable en la organización internacional contratante, el contrato se mantuvo como si nada hasta que decidió renunciar después de solo un año. En este caso concreto, la cantidad de dinero que se invirtió en traer a esta persona no sirvió para absolutamente nada, salvo dejarla a ella con los bolsillos llenos.
He visto también como pese a que las organizaciones se rasgan las vestiduras en hacer un buen uso de los recursos, los terminan gastando en cosas que a veces son innecesarias. Muchas de estas organizaciones terminan pagando a sus empleados vuelos en clase ejecutiva, servicios públicos utilizados en sus casas, o exagerados beneficios que contradicen la idea de luchar por un mundo más equitativo. La manera como se presentan muchos de los contratos de expatriación sigue teniendo un tufo colonialista. Los que vienen de afuera muchas veces ganan más no porque se hayan preparado para ello, sino porque simplemente han tenido la suerte de ser enviados por países que tienen con qué. En otros casos, el uso de los recursos no tiene que ver con los contratos de expatriación, sino con hipócritas e incongruentes decisiones que no van para ningún lado. Hace no mucho alguien me comentaba cómo tuvo que pedir autorización a sus superiores para sacar unas fotocopias en un evento, mientras que la organización no escatima en gastar sumas extraordinarias en carros de función que nadie termina cuidando.
Pero si lo anterior hace parte del funcionamiento de toda la vida de muchas estructuras de desarrollo, el punto más álgido de todo esto tiene que ver con los procesos de monitoreo y evaluación. Por desgracia, he visto con frecuencia que pese a toda esa plata y tiempo de trabajo invertidos en ayudar a las comunidades, no se está priorizando ese proceso que permite responder a la pregunta “¿Y después de todo esto… qué?”. Existe la peligrosa tendencia de creer que todo salió perfecto y que no es necesario reflexionar sobre el impacto real de las tareas efectuadas, sobre cómo se puede mejorar, sobre qué se debe evitar en un futuro.
Los procesos de monitoreo y evaluación no pueden quedar reducidos a complicadas tablas de Excel y complejas formulaciones de objetivos creadas más para confundir que para ayudar. Al final lo único que queda y que vale la pena examinar es si todos esos proyectos sirvieron para algo y si algún día todos esos expertos extranjeros y esas organizaciones internacionales pueden limitarse a acompañar los procesos empoderando a las comunidades e invirtiendo los recursos con menos hipocresía. Todo lo anterior cuestiona, por supuesto, y pone en entredicho el sentido real de mi trabajo y mis buenas intenciones.
@jfcarrillog