Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Hay debates en una sociedad respecto a los cuales, como ciudadano de a pie, es difícil sustraerse. El debate suscitado en torno a Uber, la plataforma tecnológica que presta un servicio individualizado de transporte, es uno de ellos.
En todas las ciudades del mundo, las administraciones municipales han concedido licencias para el transporte urbano bajo determinadas condiciones. La idea, en el plano teórico, es el siguiente. Limitando la competencia en este sector a través del establecimiento de una barrera de entrada al mercado –el famoso cupo- se garantiza una adecuada remuneración a los prestadores del servicio lo que llevará a una correcta prestación del servicio. Al estar los taxistas bien remunerados, y con una competencia limitada, los vehículos estarán en condiciones óptimas y la ejecución del servicio no será complicada. Nadie en su sano juicio que conozca Bogotá dirá que en la capital colombiana esta afirmación es cierta. La realidad es justamente la contraria. La mayoría de los taxis, me niego a caer en la trampa de quienes argumentan que son sólo una minoría, están en unas condiciones que distan de ser óptimas. El trato de los taxistas, si bien existen algunos profesionales correctos, tampoco es generalmente bueno. ¿Y la prestación del servicio? Bueno, su calidad es bien conocida por todos los bogotanos. La misma va desde aquellos que transportan al pasajero a los lugares que ellos quieren hasta los que, simplemente, bajan a los usuarios a medio camino. Expresiones como “hasta allá no llego” son expresiones ya del habla popular bogotana. Y recordemos que, el llevar o no a un pasajero a un destino concreto, no es una opción discrecional. Por normativa distrital, gracias a un convenio firmado entre el gremio y la Secretaría de Movilidad, el taxista está obligado hacerlo. En caso contrario, podría ser multado con hasta 800.000 pesos y, si reincide, con la retirada de la licencia (cupo). Es un hermoso papel mojado que se hidrata a diario con el incumplimiento continuo y reiterado.
Y por otro lado, está Uber. Una plataforma que brinda carros en perfectas condiciones, con conductores correctos y educados, puntuales y que brindan un servicio impecable. No se maneja dinero, es seguro y confortable. Un poco más caro, sí, pero no mucho más caro. Una diferencia de precio que muchísimos usuarios están dispuestos a pagar. Y pagar con gusto, lo que es todavía más admirable. Esta realidad es tan evidente que nadie, ni siquiera sus detractores, son capaces de mentir a este respecto. La pregunta entonces es por qué el rechazo de las autoridades a regular este medio y, lo que es más, las actuaciones lanza en ristre contra una plataforma que brinda un servicio impecable para los ciudadanos. Una de estas razones, de carácter siniestro y político, las explicó en estas páginas el pasado domingo Yohir Akerman en su columna “Uldarico Uber Peña” (El Espectador, 1 de agosto de 2015). No obstante, no son las únicas. La segunda gran causa es que, mientras el gremio de los taxistas se configura como un bloque, los usuarios son seres individuales sin apenas presencia. Las asociaciones de consumidores y usuarios son prácticamente inexistentes y, su creación y desarrollo, por supuesto, en absoluto han sido incentivadas por las administraciones públicas. En definitiva, son un blanco fácil.
No obstante, y en defensa de un gremio indefendible –que además se ha ganado la antipatía de los ciudadanos capitalinos- existen voces que salen en defensa de los mismos. Uno de estos argumentos (Véase “Uber, el proxeneta” 15-6-2015, firmado por la Señora Paola Ochoa, EL TIEMPO) viene a señalar que la conducta de Uber es abusiva con los conductores. Por ingresar al sistema, se dice, les cobran un veinte por ciento y, además, los carros son de los conductores quienes asumen todo el riesgo. Y esto, por lo visto, está fatal. Parece que Uber debería ser una ONG que no tuviera ese porcentaje que incluye, no sólo beneficio del servicio sino el coste del mantenimiento de una estructura tecnológica que es la base del sistema. No obstante, el argumento es mucho más falaz cuando lo constatamos con la realidad de los taxistas. Si Uber es un proxeneta por la razón de la propiedad de los vehículos, ¿cómo calificamos entonces a la administración municipal que otorga los cupos? ¿Es el estado el dueño de los taxis? Por supuesto que no, por lo que, según este razonamiento, estaríamos ante un proxenetismo de Estado. Una auténtica locura.
No obstante, en el sector del taxi la situación no es igual que en Uber. Es bastante peor. La mayoría de los taxistas son simples trabajadores a las órdenes de un “patrón” que es el dueño del cupo y del vehículo. Y se paga por día. Generalmente, cantidades que oscilan entre el cuarenta y el cincuenta por ciento de lo facturado al día (el producido, en el argot del sector). Estos sí son los verdaderos proxenetas. No sólo con los usuarios sino también con los pasajeros.
La cuestión a tratar es cuál debe ser la prioridad. ¿Los usuarios o un modelo de negocio destinado a cambiar, a transformarse o a morir? Me parece claro que, en un servicio público, debe primar la excelencia del servicio público en equilibrio con unas posiciones laborales dignas de los trabajadores. En Uber parecen haberlo conseguido pues tanto clientes como trabajadores parecen satisfechos. La realidad de los taxis, todos la conocemos.
Juan Francisco Ortega Díaz es Profesor de Planta y Director del Grupo de Estudios de Derecho de la Competencia de la Universidad de los Andes.
