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VA UNO CONVENCIDO DE QUE TIENE un cierto control sobre su trabajo de columnista, va uno planeando las columnas siguientes con alguna aspiración a la unidad o a la constancia, y de repente sale la Iglesia católica con una de las suyas y nos descarrila todos los planes.
Yo escribí la semana pasada una de esas columnas que terminan con el numeral romano I; cuando uno hace eso, por lo general quiere que haya un II. Pero entonces viene esta Iglesia a llevarse por delante cualquier intento que se haga en este pobre país por salir de la caverna, y uno tiene que apartar los numerales romanos una semana más y preguntarse en público cómo es que lo seguimos tolerando.
El alcalde de Medellín, Alonso Salazar —por quien algunos sentíamos más respeto hace una semana—, había prometido en campaña que abriría una clínica especializada en problemas de la mujer. Uno de esos problemas era y sigue siendo el del aborto: una mujer violada, una mujer que corre el riesgo de morir por las condiciones de su embarazo, una mujer cuyo hijo nonato tiene malformaciones que le impedirán llevar una vida normal, está amparada ya por las legislaciones de la mayoría de países occidentales, y lo está también por la sentencia con que nuestra Corte Constitucional se enfrentó al tema en 2006. Así que sí, en esa clínica se habrían practicado abortos en determinados casos legales. Y entonces saltó la protesta general de la sociedad más pacata y prejuiciosa. Entró en la pelea el Procurador, que mandó una comisión a vigilar la zona de la clínica: la única labor de Ordóñez, por lo que se ve, es procurar que sean vigilados los que no han hecho nada, y en cambio no puedan ser interrogados quienes lo han hecho todo. Al final, como si la Colombia del siglo XXI fuera una película de Buñuel o incluso de Berlanga, el cura regañó al alcalde, el alcalde bajó la cabeza, obedeció con la boquita cerrada, y de paso agarró los derechos de las mujeres colombianas, que algo habían avanzado en los últimos años, y los devolvió a la primera casilla de la golosa.
Mientras tanto, del otro lado del Atlántico, la Conferencia Episcopal española soltaba una insensatez que no pude menos que asociar con lo ocurrido en Medellín. Ustedes recuerdan las palabras del papa Ratzinger cuando dijo en África que el uso del condón sólo agravaba el problema del sida. Pues bien, un partido español propuso al Congreso una reprobación pública del Papa. A la Conferencia Episcopal le pareció una agresión: “La justa distinción”, protestaron los curas, “entre Estado y sociedad y, más en concreto, entre Estado e Iglesia y orden político y orden moral, exige que las instituciones del Estado se abstengan de intervenir en el libre desarrollo de las instituciones religiosas”. Ya sé que parece una broma: esta Iglesia que todos los días viola de manera descarada la separación con el Estado, esta Iglesia que carga todos los días contra el Estado laico, esta Iglesia que hace política desde el púlpito, esta Iglesia que insta a sus fieles al incumplimiento de la Constitución y las leyes, nos exige ahora que no nos metamos con las declaraciones irresponsables de un Papa que ha perdido todo contacto con el mundo real, porque eso es “intervenir en el libre desarrollo de las instituciones religiosas”.
Sí, hombre, sí. Es que deberíamos pedir perdón.
