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Terminaba yo la columna anterior diciendo que estas elecciones serían un examen de la salud moral y mental del país.
Pasada la fecha, ¿qué diagnóstico puede uno dar? Comencemos por preguntar qué nos dice el hecho de que el país haya votado mayoritariamente por un mentiroso. Esto no es un juicio de valor, sino una constatación objetiva: Óscar Iván Zuluaga no sólo conoció de cerca un delito grave, sino que después mintió —y no una, sino varias veces— sobre ese conocimiento. Los conservadores hubieran podido darle su voto a Marta Lucía Ramírez, una mujer honesta, pero prefirieron al hombre que les mintió en la cara. Una de las frases más penetrantes de Noticia de un secuestro —ya saben, el libro del comunista ateo que se estará pudriendo en el infierno— es la que describe el legado de los años del narcotráfico: “Prosperó la idea de que el cumplimiento de la ley es el mayor obstáculo para la felicidad”. Pongan “poder” donde dice “felicidad” y díganme que no es esto lo que ha distinguido al uribismo desde siempre: ¿cuántas veces se han saltado la legalidad para conseguir lo que quieren? ¿Por qué tanta gente los admira por hacerlo?
En cuanto a la salud mental, el balance no es mejor: muy mal va un país cuando se cree a pie juntillas cualquier babosada que le suelten los micrófonos. La más grande, y la que más daño ha hecho al afán de reconciliación que tiene la mitad de los ciudadanos, es esa imbecilidad suprema según la cual Santos conduce a Colombia al castro-chavismo. Hace varios meses, tras una columna que escribí contra Uribe, la entonces columnista Paloma Valencia no encontró otra manera de contradecirme que acusarme de simpatía por Maduro. Si se hubiera tomado el trabajo de leer mis columnas, se habría dado cuenta de que llevo desde el 2007 escribiendo contra el chavismo tan duramente como escribo contra Uribe; sin embargo, la visión irracional y fanática del mundo les dicta a estas personas que el que no sea uribista debe por fuerza ser chavista. Todo esto es para decir que yo, como crítico que he sido siempre del chavismo, puedo opinar que no es cierto: no es cierto que hacia allá nos esté llevando Santos.
Un ejercicio interesante es enumerar los peores rasgos del chavismo y ver cómo cualquier parecido con otra realidad no puede ser coincidencia. Es un Estado de tintes autoritarios que no respeta el equilibrio de los poderes: como el mandato de Uribe, que corrompió al Congreso y espió a la Corte Suprema. Es un Estado que criminaliza a la oposición: allá los opositores son fascistas asesinos y aquí son auxiliadores del terrorismo. Resulta curioso, entonces, que el caballo de batalla de Zuluaga sea el agitamiento del chavismo como gran amenaza. Pero un día se darán cuenta los electores de que Santos es en muchas cosas tan de derecha como ellos: la diferencia es que ha tratado (con más o menos aciertos, equivocándose a veces de manera grave) de gobernar un país donde quepamos todos. Lo cual es muy distinto de ese Centro Democrático que, por boca (o por trino con mapa incluido) de su representante electa María Fernanda Cabal, acaba de llamar guerrilleros a todos los colombianos que no vivan en el centro del país.
Pero los colombianos, en lugar de responder con votos al insulto, juegan a la abstención o al voto en blanco. Así nos va.
