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Para volver a ‘Los versos satánicos’

Juan Gabriel Vásquez

17 de enero de 2009 - 10:00 p. m.

SALMAN RUSHDIE ESTARÁ EN EL Hay Festival de Cartagena, y en toda Colombia se hablará de la famosa fatwa que el Ayatolá Jomeini dictó en 1989, hace veinte años cumplidos, llamando al asesinato del novelista.

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Se hablará mucho de libertad de expresión, y con buenas razones: la fatwa de Jomeini partió en dos la historia de Occidente. La suspensión de una ópera de Mozart en que aparecía el profeta Mahoma, el asesinato del director Theo Van Gogh, la negativa de la editorial Random House a publicar una novela histórica sobre una de las esposas de Mahoma: el ámbito de lo que se puede discutir por medio de las artes narrativas es hoy más estrecho de lo que era hace veinte años, porque la gente tiene miedo. En ese sentido, hay que seguir hablando de la fatwa. El mundo es mucho peor desde que se demostró que un líder religioso puede condenar a muerte a cualquier ciudadano de cualquier país. Y hay que seguir diciéndolo.

El problema es que, de tanto hablar de las consecuencias de Los versos satánicos, son muchos los que han olvidado algo que podría ser importante: leer Los versos satánicos. Yo lo volví a hacer en el verano de 2007, trece años después de una primera lectura en que admiré mucho pero mucho también se me escapó: esta vez se me escapó un poco menos y admiré todo. Los versos satánicos es un suceso cultural; pero uno le quita la controversia y el escándalo, y lo que queda es un libro extraordinario, una imaginación de fuera de este mundo, una prosa que Rushdie lleva a lugares donde ninguna prosa había ido antes. Y es el resultado, además, de un proceso natural que Rushdie venía teniendo desde la publicación, en 1981, de Hijos de la medianoche: la reinvención, para sus propios fines, del realismo mágico que había encontrado en Cien años de soledad.

Yo no creo que García Márquez hubiera leído en 1967 una novela que tiene mucho que ver con la suya: El tambor de hojalata, de Günter Grass. Pero estoy seguro de que Rushdie leyó ambas novelas, la alemana y la colombiana, y supo, como los grandes escritores, hacer tres cosas: primero, identificar lo que esas novelas tenían de revolucionario, esa particular mezcla de la realidad más cotidiana con la fantasía más desaforada; segundo, aceptar que eso ya lo tenía la novela desde Rabelais, Cervantes y Sterne; y tercero, atreverse a incorporar su propia tradición, que en el caso de Rushdie incluye las Mil y una noches y la gran épica india, el Mahabharata. Con todo ese coctel armó Hijos de la medianoche; y sin haber escrito esa novela omnívora no hubiera podido escribir la inmensa reflexión sobre el bien y el mal (y sobre mil cosas más) que es Los versos satánicos.

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En la novela, Saladin Chamcha se descubre convertido en una espantosa criatura con cuernos. “Lo que Chamcha no entendía era que una circunstancia tan inaudita y apabullante —su transformación en este diablillo sobrenatural— fuera tratada por los demás como el asunto más banal y familiar que hubieran podido imaginar”. Pero Vargas Llosa, en su libro sobre García Márquez, nos recuerda que eso es precisamente el realismo mágico: la narración de cosas extraordinarias como si fueran cotidianas y de cosas cotidianas como si fueran extraordinarias. La novela de Rushdie, entonces, parecería contener su propio manual de instrucciones. Úsenlo y disfrútenla.

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