En el hay festival, como en tantos encuentros de este tipo, las conversaciones que se dieron al bajar del escenario fueron tan intensas como las que se daban arriba. Y algo me sorprendió. Con varios novelistas (Monica Ali, por ejemplo, o Aminatta Forna) fue inevitable llegar al inevitable asunto de la memoria, que por alguna razón se ha convertido, en este cambio de siglo, en la obsesión de los novelistas de todo el mundo. W.G. Sebald, uno de los grandes de los últimos tiempos, lo ha expresado en varios tonos: la memoria, dice, es la columna vertebral moral de la novela (la torpeza de la frase sólo existe en su traducción castellana: en inglés o en alemán suena mucho más elegante). En Los emigrados, que acaso sea su mejor libro, hay un personaje que sufre el síndrome de Korsakov: "una enfermedad", nos explica el narrador del pasaje, "que hace que las memorias perdidas sean reemplazadas por invenciones fantasiosas". Para cualquier ser humano se trata de una situación terrible; para el novelista, en cambio, de una mera metáfora del oficio.
Escribir novelas es el arte de convertir nuestros recuerdos reales en recuerdos inventados; de reemplazar nuestra memoria privada, individual y limitada, por la manera colectiva de recordar que tiene la novela. Porque aquí está uno de los malentendidos que suelen rodear a los novelistas que nos ocupamos del pasado colectivo, eso que algunos optimistas llaman la Historia. Se nos acusa a veces de tergiversar, de distorsionar la verdad histórica, de sublimar la inexactitud o la infidelidad para convertirlas en la famosa libertad de la imaginación. Y sin embargo la lectura de los libros adecuados, o la lectura adecuada de ciertas grandes novelas cuyo tema es la historia, revela que la riqueza de la ficción consiste en permitir la entrada de elementos foráneos en el terreno químicamente puro del material histórico. En otras palabras: la riqueza de la novela está en, como dice Orhan Pamuk, enriquecer la historia con la experiencia personal. Y esto no es otra cosa que la memoria.
Recordar es una actividad incómoda. No por nada hay quienes dedican su energía entera a moldear el recuerdo, ya sea eliminando a los testigos o modificando los documentos, o a veces ambas cosas. La explicación es simple: la historia tiene la curiosa característica de volverse inofensiva con el tiempo, porque se compone de hechos públicos, de hechos colectivos, y el ser humano no está diseñado para simpatizar con las colectividades, con las generalizaciones. Leer un manual sobre el Holocausto no nos afecta tanto como leer un libro de Primo Levi; conocer la suerte de la Revolución Mexicana es distinto de compartir la muerte de Artemio Cruz. Los novelistas son incómodos porque devuelven al hecho público su carácter individual, íntimo y relativo; los novelistas crean para el lector la ilusión, terrible y terriblemente placentera, de estar sufriendo lo que otros sufrieron.
Después de que la experiencia individual se ha depurado, casi edulcorado, y se ha transformado en la historia neutral y objetiva, el novelista la vuelve a transformar en algo que le pasa a alguien. Es como volver a llenar un vaso de agua que se ha evaporado, donde el vaso es la historia y el agua es la experiencia humana. Con el tiempo, la experiencia del individuo se evapora, dejando nada más que el hecho desnudo: seis millones de judíos asesinados, por ejemplo. El novelista vuelve a llenar el hecho con el destino particular, el sufrimiento particular, la victoria o la derrota particulares de un solo hombre. Y los lectores lo entendemos, ya no con una comprensión fría y distante, sino a través de la particular manera de comprender la realidad que tiene la novela: relativa, intuitiva, desprovista de verdades absolutas pero provista de una absoluta humanidad. La manera de la empatía.
